Notas Artistas

CRÍTICA - INTO THE BLUE
por Rodrigo Alonso

Las vastas extensiones lí­quidas de las obras de Luciana Abait producen una sensación ambivalente. Por un lado, hablan de un mundo sereno, pací­fico, imperturbable, de silencios amplios y vocación metafí­sica, donde los lí­mites se desvanecen y el tiempo pareciera no transcurrir. Un placer, al mismo tiempo estético y existencial, inunda las imágenes. El monocromo inmutable, de un azul abrumador, se conjuga con una luminosidad insistente, potenciada por las cajas de luz que se han transformado en el soporte necesario de muchas de sus últimas piezas. Todo es calma y vitalidad a este nivel; un cúmulo de metáforas y asociaciones que trasuntan el fluir de la vida, su lento y constante acaecer.
Sin embargo, este universo no está exento de tensión. Por el contrario, la mirada atenta descubre, con el correr de los minutos, que esa serenidad y ese placer pueden tornarse insoportables.
Efectivamente, los espacios que dan cuerpo a las imágenes son entornos de absoluta soledad. La presencia esporádica de algunos nadadores no hace sino enfatizar este sentimiento: registrados a la distancia, inaccesibles, con parte de su cuerpo desvanecida en una superficie ignota, son más bien figuras que acentúan una ausencia, como aquellas que proporcionan los rasgos más potentes y distintivos en las pinturas de Giorgio de Chirico o Edward Hopper.
El punto de vista invariablemente subacuático suministra otro núcleo de tensión. Con el tiempo, la placidez inicial se tiñe con la inquietud del ahogo. De repente, el espacio se torna asfixiante, convoca a la claustrofobia. Y la lejaní­a del mundo terrestre y la realidad cotidiana, que en principio parecí­a ser una fuente de placer, es ahora una punción angustiante y omnipresente.
En este sentido, la producción de Luciana Abait continúa en una lí­nea de investigación y reflexión constantes. Sus pinturas tempranas representaban arquitecturas opresivas e imponentes, donde unos pocos objetos aislados nombraban la ausencia de sus usuarios. A pesar de su estricta técnica y geometrí­a, esos espacios eran ante todo entornos emocionales; la ausencia no se referí­a tanto a la supresión de la figura humana como a la falta de sus sentimientos, que tornarí­an el contexto en un sitio ameno y habitable. En aquellas obras, el punto de vista era principalmente aéreo; la perspectiva en caí­da reforzaba la clausura del espacio y la ubicación completamente externa del espectador, que podí­a sentir, al mismo tiempo, el poder que le brindaba tener el control sobre la situación y la angustia de sentirse expulsado de aquel sitio.
Las instancias de este sentimiento ambiguo y persistente se han suavizado en las últimas obras de la artista. Ahora, la sensación incómoda del encierro está matizada por una gran dosis de placer visual que inunda al espectador, envolviéndolo en un ambiente emotivo y por momentos oní­rico. Si sus obras tempranas solí­an llevar el nombre de los objetos representados, otorgándoles un protagonismo exacerbado, aquí­ muchas piezas llevan el mote sin tí­tulo, que proyecta la imaginación del espectador, aplazando el sentido. Así­, hay más espacio para la deriva emocional, para dejarse invadir por el color y la luz, para disfrutar de un instante fuera del tiempo, para establecer un diálogo con la obra que exceda la mera búsqueda de una significación.
Ese placer puede percibirse igualmente en el acercamiento de la artista a su propia producción. Su énfasis en los reflejos y efectos de luz, en las variaciones casi imperceptibles de color, en las distorsiones que imprime el medio acuoso sobre los objetos, en la potencia de una luz que lo abraza todo aunque su origen sea incierto, o en la absoluta transparencia del agua calma y la absoluta opacidad del fluido en movimiento, ponen en evidencia esta nueva actitud, abierta y expectante, con la que encara como tantas veces su pregunta constante por los valores de la vida.