Nota publicada online


La muestra reúne una selección de obras de Juan Lecuona realizadas durante los años noventa, en las que los patrones de costura —esos diagramas que formaron a generaciones de mujeres— se transforman en cartografías sensibles del cuerpo. Una celebración que se convirtió inesperadamente en homenaje.

Se exhibe en el Centro Cultural Rojas una muestra que el propio artista concibió y no llegó a inaugurar. Falleció 4 días antes. Inesperadamente. Dejándonos una ausencia que aún es presencia. Es así como estas “Costuras suspendidas” -ahora entre el cielo y la tierra-, se convirtieron en homenaje y cita obligada entre sus queridos amigos. Una celebración que se convirtió en una forma de despedida.
Juan Lecuona nos deja su impronta: deseo, anhelo, ansia, apetito, aspiración…
El deseo está allí, flotando. Es ausencia y es, a la vez, presencia, porque su ausencia lo hace aún más presente.
Meco Castilla, qrtista, d gestor cultural y entrañable amigo, lo recordó y conmovió profundamente a todos los allí presentes:

“Despedir a un amigo y celebrar su talento es doblemente amoroso cuando se hace en la compañía de quienes más lo quisieron y admiraron. Si bien nos recuerda que no somos perdurables, su tiempo de vida puedo jurar que fue gozoso para él y para quienes compartimos su cariño, y en primer lugar María, su compañera, su familia: José, Patricia y sus sobrinos; su familia extendida, Santiago y Mónica, Lorena su asistente y el grupo del Club Nada del que Juan fuera fundador y que nos agrupaba en almuerzos gracias a su persistencia en disfrutar de nuestra amistad colectiva.
Juan vivió el arte y el arte fue más gozoso con su humor. Su temor de que el arte termine siendo una más de las transacciones del comercio minorista, lo impulsaron a renegar de las modas y proponer sus obras de modo genuino y personal, sin ceder al canto de las sirenas, pero no las de Ulises, que no llegan a Argentina, sino las de la salida de las fábricas de arte de consumo.
Su muerte es difícil de procesar. Como él decía socarronamente frente a algún mal cuadro: “No había necesidad”. Nuestra necesidad, advertimos, es la de su amistad. Cómo definir esa necesidad, ese hueco de dolor, ese amor de sus amigos y amigas entrañables.
En sus insomnios Juan leía sobre todo novelas policiales, aunque también poesía, y creo que estaría de acuerdo en que yo les leyera un breve poema del brasilero Manuel Bandeira:
Se publicó que has muerto.
Lo atestiguan mis ojos, mis oídos
Mi alma profunda, no Por eso, yo no siento tu ausencía.
Sé que tu ausencia ha de llegar, Empujada por la fuerza
Persuasiva del tiempo.
Vendrá de pronto un día
Sin que lo sepan los demás.
Será así, por ejemplo:
En la mesa se hablará de esto
Y aquello, una palabra dicha
Al acaso, tocará una enlutada
Franja de mi sangre
Me preguntarán en qué pienso.
Sonreiré sin decir.
Que pienso en ti.
Profundamente.
Pero no siento ahora tu ausencia.
(Siempre es así cuando el ausente
Parte sin despedirse:
tú has partido sin despedirte).
Tú no has muerto: te marchaste de viaje.
Yo diré: hace tiempo que no me escribe
Iré a Sao Paulo: tú no vendrás a mi hotel.
Yo pensaré: está en su chacrita de San Roque
Luego sabré que no, que tu te fuiste de viaje. ¿Hacia la otra vida?
La vida es una sola. La tuya continúa
En la vida que has vivido.
Por eso, yo no siento ahora tu ausencia.

Sobre la muestra:
Con curaduría de Daniela Zattara, la sala reúne una selección de obras de Juan Lecuona realizadas durante los años noventa, en las que los patrones de costura —esos diagramas que formaron a generaciones de mujeres— se transforman en cartografías sensibles del cuerpo. Estas formas aluden a una memoria colectiva, y también a ese lugar persistente que el artista reconoce como origen: el fondo de su casa.
Después de una década de intensa actividad en los 80 —con las calas, los triángulos, múltiples exposiciones y premios—, Lecuona despliega aquí un nuevo vocabulario visual sin abandonar su rigor pictórico ni su deseo de explorar. Las veladuras, las transparencias, las texturas cuidadosamente trabajadas continúan dando cuerpo a una obra que nunca se detuvo.
Sobre Juan Lecuona (1956-2025)
Estudiante de economía y proveniente de una familia de empresarios y comerciantes, Lecuona comenzó a pintar tardíamente a la edad de veinte años. Se inicia en el taller de Miguel Dávila y descubre en la pintura un entusiasmo que no le había provocado ninguna otra actividad. Un entusiasmo que lo seduce y, sin pedir permiso, crece. Comenzó asistiendo al taller dos turnos, siguió de tiempo completo para, finalmente, convertirse en colaborador del mismo Dávila. En 1982 es invitado a participar en el premio Braque, en el Museo Nacional de Bellas Artes, en 1984 presenta su primera muestra individual en Galería Tema y en 1986, deja todo por la pintura.
La vuelta a la democracia institucional, en los tempranos ochenta, trajo consigo nuevos vientos; se instaló en nuestra ciudad el Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires, hoy Recoleta, uno de los bastiones de la “movida joven” que, inmediatamente, se convirtió en escenario de innumerables performances y exposiciones colectivas de artistas. Corrían tiempos de un jubiloso retorno a la pintura expresionista, vital y expansiva y, en este contexto Lecuona participa de Ex- presiones y Artistas en el Papel; pinta a cuatro manos con Remo Bianchedi y funda –junto con Héctor y Eduardo Medici, Nora Dobarro y Gustavo López Armentía- el Grupo Babel, un colectivo de artistas de gran diversidad que daban cuenta del rico panorama de tendencias del arte argentino de la década. Por estos años, en su pintura cargada de materia donde se imponía la fuerza del gesto, comienzan a aparecer los primeros signos-símbolos. Uno, particularmente, se repite una y otra vez: tres trazos que se cruzan y construyen el triángulo que más tarde devendrá en la cala.
Su primer viaje a Europa, en 1985, lo pone en contacto con las atmósferas de Monet y Turner, atmósferas que devienen en un cambio de actitud frente a la pintura y, a partir de ese momento ésta se vuelve más reflexiva. Aparecen grandes planos de color velados y trabajados con trapos empapados en tinner con los que va sacando las distintas capas de pintura. Fondos que guardan la memoria de lo arcaico, vestigios del caos del principio de los tiempos, oculto bajo distintas capas de materia y que van apareciendo a medida que redescubre la tela virgen. Fondos sobre los que, cuidadosa y escrupulosamente, dibuja sus formas expresionistas. Las dibuja, las pinta y las esculpe. Porque es así como las trabaja, hasta agotarlas.
Primero fueron las calas que amasó y modeló con plomo y que presentó en la muestra del “Fin de Siglo” del Museo de Arte Moderno en 1986. Calas que fueron el tema central de su obra a lo largo de varios años y que más tarde fueron reemplazadas por pórticos; formas que encimó y de las que surgieron sus famosas alfombritas. Muchas de estas obras las realizó con los mismos trapos con los que arrastraba la pintura y a los que les sumó pigmentos. Con una de ellas obtiene el primer premio de pintura de la Fundación Fortabat en 1991.
En su constante búsqueda, aparece por primera vez la figura humana. Reflexivo y sensible Lecuona adopta los patrones de costura como herramienta conceptual para hablar del vestido como símbolo afectivo de aquello que cubre/ embellece/ protege el cuerpo. De un vestido que mostramos para evitar dejar en evidencia la intimidad de un ser que, sin embargo en su obra, está ausente. Vestidos a los que les crecen alas y se convierten, entre verdes y prusias, en Victorias acorazadas cada vez más distantes e inaccesibles y que remiten a la Victoria de Samotracia. Victorias que se alzan frente a la trama del mundo para luego perderse en ella. Tramas que se desarman y se convierten en bruma como huellas silenciosas de un deseo que va y viene a lo largo de la historia, y que se va haciendo consciente para luego volver a sumergirse en el inconsciente. Esto queda claro en sus últimos trabajos en los que la bruma invade todo el espacio. Lecuona sostenía que las figuras están allí mismo, detrás de la bruma. Tal vez cuando ésta se despeje volverán a aparecer.
Entre ausencias y presencias, la pintura de Juan Lecuona nos invita, sutilmente, a sumergirnos en el mar de los recuerdos, bucear en él y despejar los velos de la memoria para rescatar aquella cala del fondo de la casa de la infancia, aquella figura de mujer o, simplemente, o aquella pequeña clave; esa llave mágica que abrirá la puerta que unirá nuestro calmo pasado con el vertiginoso presente para ayudarnos a descubrir ese anhelo, celosamente guardado, por cada uno de nosotros. Un camino íntimo y personal, una experiencia única. Como el devenir de un deseo: el propio.