Nota publicada online

martes 16 de mayo, 2017
Conversación con Matilde Marín
Arqueóloga de sí misma
por Guillermo Saavedra
Conversación con Matilde Marín

Una muestra antológica es la escenificación de un largo viaje: los episodios selectos de una travesía. Esta muestra curada por Adriana Almada, resulta un rodeo exquisito, demorado en estancias y derivas del trayecto. 

Una expresión clave podría aplicarse eficazmente a la poética de Matilde Marín: “acercamiento con reserva, separación con deseo” .En este juego de atracción y distancia se libra toda su estética y la artista toma posición frente al mundo (un mundo cruzado por la historia, por la actualidad y por su propia intimidad). Conocedora de los inmensos poderes de la reticencia, Matilde sabe, como Barthes, que la pequeña porción de piel que deja ver una camisa entreabierta puede encender el deseo más aún que la desnudez completa.

Cuando Matilde Marín cumplió 13 años, su padre tomó una de esas determinaciones que se agradecen toda la vida: en una época en que los adultos de clase media buscaban para sus hijos un destino de maestras normales o peritos mercantiles, él le propuso que cursara la secundaria en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. De ese modo, Matilde eludió el deseo de su madre que, empeñada en recuperar un status social perdido a fuerza de tropiezos económicos del padre, tenía para ella otros planes. Pero, por sobre todas las cosas, empezó el largo proceso de encontrarse consigo misma.

Itinerario, 1993-2001 Suite de 46 fotografías analógicas 305 x 430 Copia de exhibición Obra original: Fundación Bienal de Cuenca

A Matilde, en verdad, le fascinaba la arqueología. En una revista de divulgación que leyó en su infancia, había conocido la notable epopeya intelectual de Jean-François Champollion quien, sin moverse de París, logró descifrar el significado de los jeroglíficos egipcios inscriptos en la célebre piedra de Rosetta. El padre de Matilde, en una suerte de ejercicio arqueológico sobre su propia hija, supo interpretar ese entusiasmo como el eco de una vocación que latía, escondida, a la espera de ser develada: el arte, con su laboriosa paciencia, iba a ser el modo en que Matilde aprendería a exhumar el aura de objetos, paisajes, edificios y seres vivos. No de todos, sino de aquellos que, como a todo artista que se precie de tal, parecen haber estado esperándola para que sea ella quien los redima de su exilio de polvo o de silencio.

La Escuela de Bellas Artes la puso en contacto con un modo de aprendizaje mucho más libre y abierto que el de las secundarias convencionales, con las diversas disciplinas artísticas y con algunos profesores inolvidables “que me permitieron comprender que el arte es el resultado de un proceso histórico y social, cosa que creo que ahora les falta a muchos artistas que se forman en talleres particulares sin haber tenido esa experiencia de la Escuela donde, además, estaba el encuentro con los otros estudiantes”, acota ahora Matilde, en la serena y amplia luminosidad de su taller, dominado por una gama de blancos, negros y grises análoga a la que sobrevuela casi toda su obra.

Tras egresar de la Escuela como escultora, y sin tener aún la convicción de ser una artista, en una época –comienzos de los años 70– en que la urgencia de los ideales revolucionarios la atraía tanto o más que el arte, trabajó como visitadora médica y luego como empleada del Fondo Nacional de las Artes, mientras comenzaba a encontrar en el grabado una alternativa apropiada para sus intereses creativos. Así fue como comenzó a visitar el taller de Martha Gavensky quien, aunque no le dio clases regulares, le enseñó, dice Matilde mientras ofrece un café inmejorable, “lo que era ser una artista”.

Luego hizo un viaje decisivo, entre 1975 y 1980: Perú, Ecuador, Venezuela (donde se radicó un tiempo, realizó su primera exposición y dio clases en el Ateneo de Caracas) y otros países latinoamericanos, hasta llegar a Canadá y los Estados Unidos (allí tomó contacto con importantes grabadistas como Krishna Reddy, creador de una técnica para imprimir simultáneamente varios colores en una sola matriz de grabado, y con Richard Blackburn). Finalmente, visitó algunos de los países del otro lado de la llamada Cortina de hierro y tuvo una provechosa estadía en Suiza: “descubrí que el grabado podía pensarse desde parámetros menos convencionales”, dice.

Cuando volvió a la Argentina en 1980, los estragos de la dictadura cívico militar se hacían notar en las calles, los edificios y, sobre todo, en la cara de las personas. En ese contexto en el que el terror y la frustración parecían congelar cualquier expectativa, Matilde Marín comenzó, sin embargo, a creer laboriosamente en sí misma.

Ahora, casi 40 años después, la charla sigue, fresca y saltarina como alguno de los ríos patagónicos que tanto le gustan, más o menos de esta manera:

Guillermo Saavedra- Vos tuviste claro desde el comienzo que no querías encerrar en compartimientos estancos las distintas especialidades del arte. Pero esa actitud multidisciplinaria excluye, en tu obra, la pintura.

Matilde Marín- Es verdad, nunca pinté, ni me interesó pintar, a pesar de haberlo estudiado, naturalmente. Me interesa muchísimo ver pintura, pero no hacerla.

Tampoco aparece mucho el color en tu obra, incluso en los videos, salvo en Río frío.

Creo que mi historia como artista se puede dividir en dos etapas: la primera, cuando vuelvo de mi viaje y me pongo a militar activamente en favor del grabado. Yo sentía que, a pesar de que había tenido su importancia en la Argentina y de que seguía habiendo buenos artistas, en ese momento se encontraba en un proceso de cierta decadencia. Y me parecía injusto porque, aunque rara vez le fue reconocido, el grabado le prestó muchas cosas al arte contemporáneo. La técnica mixta, sin ir más lejos. De modo que, con otra artista argentina que volvía de Brasil, Alicia Díaz Rinaldi, formamos un grupo que intentó cambiar ese estado de cosas, el Grupo 6, en el estábamos Olga Billoir, Mabel Eli, Zulema Maza, Graciela Zar, Alicia y yo. Fue muy interesante la etapa del Grupo y tuvo gran repercusión. Más allá de eso, me puse a trabajar para que el grabado fuese considerado en pie de igualdad con otras manifestaciones de las artes visuales, para que dejase de quedar relegado a un segundo plano vinculado a su tradición, que existió y fue muy valiosa, pero que por entonces ya había cumplido su destino y tenía que forjarse otro. Fui muy fuertemente apoyada y tuve también muchísima resistencia. Creo que, a través de ese proceso, me hice verdaderamente una artista. Desde entonces y hasta ahora, tiene lugar la segunda parte de mi recorrido artístico.

Visión de un fragmento, de la serie Bricolage Contemporaneo, 2014 Fotoperformance, fotografia con proceso digital 90 x 120 Edición: 5 + 2 PA Colección de la artista

 ¿Es cierto que tu paso del grabado a un tipo de trabajo más amplio tuvo que ver con una lesión que sufriste en una mano?

Sí. Me puse a mover una base muy pesada durante el montaje de una muestra en Chile y me lesioné ambas manos. Me tuvieron que operar. Durante un tiempo no pude trabajar en nada ya que para hacer grabado se requiere mucha fuerza. Y, a la vez, tenía que hacer unos ejercicios de rehabilitación de las manos con hilos. Como yo había estudiado fotografía, se me ocurrió fotografiar esos juegos. Primero pensé en recurrir a otra persona para que hiciera los distintos movimientos mientras yo la fotografiaba, pero me di cuenta de que no iban a aparecer las cosas que yo había imaginado así que me puse a hacerlos yo, mientras me fotografiaba un amigo. Así surgió Juego de manos, donde lo arqueológico –una constante de buena parte de mis primeras obras en grabado– está presente a través de la evocación de juegos ancestrales, pero ya empieza a dejar lugar a otros aspectos.

Quizás tu vocación arqueológica siguió trabajando metafóricamente. Bricollage contemporáneo, por ejemplo, lleva a cabo una suerte de arqueología de la pobreza implícita en el trabajo de los cartoneros. Desde luego, la realidad inmediata y concreta está allí mucho más presente que en tu obra anterior.

Sí. Recuerdo que Fabián Lebenglik alguna vez me dijo: “Cuando empezaste a trabajar con la fotografía, el mundo entró de otro modo en tu obra”.

Juegos de Manos (movimiento I), 1999 Serigrafía con proceso fotográfico 80 x 110 Colección de la artista

 ¿Qué es lo que le otorga la fotografía a tu mirada para que se produzca ese cambio de perspectiva?

No sabría decirlo con precisión pero, cuando pasé a la fotografía, lo primero que sentí fue un cierto alivio. El poder captar muy rápidamente imágenes me dio una mayor libertad. Antes también tenía libertad, pero en el grabado hay una serie de procesos que uno tiene que cumplir inexorablemente para llegar a la imagen, mientras que en fotografía eso es instantáneo.

Comenzaste a trabajar en tiempos de la fotografía analógica y cuando apareció la fotografía digital la incorporaste, pero no abandonaste del todo la analógica. ¿Qué ofrece la fotografía analógica que no tiene la digital?

La gran diferencia es la profundidad. Es notable la gran profundidad que confiere lo analógico, sobre todo en los paisajes. La fotografía digital aplasta bastante la imagen.

 ¿Cómo se suma el video a este proceso de ampliación de los procedimientos y técnicas en tu obra?

En los años ’90, en medio de innumerables viajes por trabajo y de una crisis personal que me llevó a preguntarme sobre el sentido del arte en la vida contemporánea, vi en la Bienal de Venecia un video tan extraordinario de la gran artista iraní Shirin Neshat que me produjo una reacción absolutamente física. Se llamaTurbulenciasy consta de una proyección en dos pantallas: en una, se ve a un hombre cantando ante una tribuna de hombres que lo aplauden y en la otra, a una mujer, emitiendo sonidos de pájaros ante una platea vacía. Cabe acotar que en Irán las mujeres tienen prohibido cantar. Era algo emocionalmente muy fuerte y por otro lado, de una perfección formal y técnica admirable. Comprendí gracias a eso que no todo estaba perdido, que había cosas que se podían hacer a través del arte para incitar a la reflexión y también para conmover, y que la imagen en cine o en video, por ser tan directa,  tiene una capacidad insuperable de proponer ideas. Al  regresar a la Argentina de ese viaje, empecé a hacer algunos videos para acompañar algunas de mis series.

Tus videos suelen ser  muy breves.

Sí, un video de arte no debe ser muy extenso o demorar mucho en hacer evidente su propuesta. De lo contrario, el visitante de la galería mira unos segundos y sigue de largo.

Atlántico Sur. Video filmado durante el año 2011 en la Isla de los Estados. Registra el Faro San Juan de Salvamento, uno de los Faros que ha marcado el inconsciente colectivo de la humanidad.

Esa brevedad no implica una gran velocidad en el flujo de imágenes. Por el contrario, parece que le concedieras a cada imagen el derecho a perdurar un tiempo más, o en un tiempo diferente. Eso permite pasar a otra dimensión de lo visual, como cuando se bebe un vaso de agua para cambiar el sabor en el paladar y poder degustar otra cosa.

Sí, la búsqueda es en ese sentido.

Es muy interesante cómo aparece el sonido en tus videos. En Río frío, es tanto o más importante que la imagen.

Sí, es que es un río al que puede entrar una cantidad muy limitada de personas a la vez. Entonces, cuando uno lo remonta, está rodeado de un enorme silencio humano y se escuchan con gran nitidez los sonidos de la naturaleza.

Al escuchar los diferentes matices que tiene el sonido del agua del río en tu video, se entiende por qué las lenguas de pueblos originarios que vivieron en ámbitos fluviales tienen tal diversidad de expresiones para referirse al agua y a la interacción de los hombres con ella.

Exactamente. Y creo que esa riqueza que aparece en el video fue producto, sobre todo, de haber grabado 6 ó 7 horas para que luego quedaran 5 minutos y medio.

¿Siempre trabajas así, grabando mucho para luego editar lo esencial?

En el caso de Río frío, tomé la decisión de grabar todo el recorrido, que duró más o menos eso, 6 o 7 horas. De todos modos, se dice que siempre hay que grabar por lo menos dos o tres veces el tiempo que durará el video definitivo.

En Atlántico Sur, trabajaste a partir de una imagen fija, ¿verdad?

Sí, en realidad con varias. Para llegar a la Isla de los Estados, tuve que alquilar una avioneta piloteada por un militar y pedir un permiso especial porque es territorio militar. Salimos al amanecer: la vista era impresionante, la isla se recorta sola sobre el mar y parece como paralizada. Tomé fotos desde la avioneta, que dio vueltas sobre el faro durante 3 horas. Y decidí trabajar a partir de fotos fijas y no de videos –que también hice– porque me pareció que de ese modo podía transmitir mejor la sensación de profunda inmovilidad del lugar donde, curiosamente, pasó de todo y tiene una carga simbólica tremenda, desde el Faro del Fin del Mundo que Verne tomó para su novela, pasando por la cárcel de Ushuaia y mil historias más.

¿Cómo surgió la serie Pharus?

Trabajo varias series o proyectos a la vez. Algunas pueden demorar años en ser terminadas. Hace un tiempo, comencé una nueva que estará dedicada a recepcionistas. Surgió cuando en la Bienal de Venecia vi a un hombre de color, probablemente de Camerún, detrás de un mostrador, con cara de estar muy aburrido, rodeado de un espacio enorme, totalmente blanco y posmoderno. El contraste era tan grande e insólito que lo fotografié. Tiempo después, cuando fui a la Bienal de Cuba, me encantó la recepcionista de la Escuela de Bellas Artes y también la fotografié. En ese momento, me di cuenta de que estaba ante el inicio de una nueva serie. La de los faros surgió de leer en el diario, en el 2005 ó 2006, que los faros de todo el mundo iban a dejar de funcionar porque la existencia del GPS los volvía innecesarios. La noticia me conmovió. Me puse a investigar sobre el tema, descubrí que la palabra faro viene del griego antiguopharus, que significa “la luz que guía el destino de los hombres”. Me pareció muy melancólico vivir en una época que es testigo del momento en que esa luz que guio durante siglos a los hombres deja de existir.

I, II y III, de la serie Pharus, 2010 Fotografía s/vinilo Ǿ 100 c/u Copia de exhibición

En tu trabajo con la fotografía, ¿dónde se juega lo esencial del proceso creativo, en el momento del disparo, como en el caso de Cartier-Bresson, por ejemplo, o en la manipulación ulterior de esa imagen?

Creo que, por un lado, están los fotógrafos documentalistas que, como Cartier-Bresson, intentan dejar constancia de una realidad determinada; y, por el otro, los artistas que utilizan la fotografía como un elemento más para proponer mundos o situaciones imaginarias, o comentarios sobre la realidad. Mi trabajo tiene que ver con esta última vertiente y consta de dos pasos fundamentales: la elección de lo que voy a fotografiar y el trabajo posterior de esa imagen en el taller.

¿Te determina mucho la elección original? ¿Estás atenta a lo que pide cada imagen?

Completamente. En general, busco y rebusco hasta que de pronto un aspecto de la realidad misma se me impone, casi como si recibiera un golpe. Lo que trato de hacer luego en el taller es recuperar por medio de mi trabajo el clima que percibí en el momento de recibir ese golpe. Por ejemplo, al fotografiar el faro de Víctor Hugo en la isla de Gernsey para la seriePharus, quise recrear en la foto el clima de soledad del entorno en el que Hugo vivió durante quince años, a pocos kilómetros de Francia, desterrado por el gobierno de Napoleón III y que percibí profundamente al estar ahí. Las historias que rodean a cada uno de los faros de esa serie fueron muy importantes para mi trabajo final sobre cada una de las fotografías.

Al dar un tratamiento especial a las fotografías de la serie Bricollage urbano, ¿no temiste que se interpretara como una estetización de la pobreza que la desdramatiza?

Como a tantos argentinos, me afectó mucho la crisis del 2001. Al principio, tomé fotos de tipo documental, pero en algún momento pensé que lo que la gente estaba haciendo en esos días con la basura era un acto de recolección que, por un lado, tiene un aspecto atávico que remite a la búsqueda de alimentos de los primeros hombres en los bosques prehistóricos; y, por otro lado, remite albricollage, es decir, a la reutilización de algo que había sido desechado. Desde este punto de vista me pareció que, aunque fuese terrible por las condiciones en que se hacía (y se hace), esa tarea debía ser considerada como una forma de supervivencia y mirada de un modo capaz de ennoblecerla.

¿Los libros de artista que fuiste creando hay que pensarlos como parte del proyecto que les dio lugar en cada caso, o pueden ser considerados de manera autónoma?

Tienen cierta autonomía, pero sin dudas constituyen un rasgo más del proyecto. A mí me entusiasma el proyecto como totalidad, ir haciendo diversas cosas –series, fotografías, videos, libros– que confluyen en una obra común.

El diario de la mañana, de la serie Bricolage Contemporáneo, 2001-2005 Fotoperformance, fotografía analógica 105 x 125 Edición: 5 + 2 PA MALBA, Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires

¿Cada uno de esos elementos de la obra sería un interlocutor de un diálogo que se trama entre todos ellos?

Es una buena analogía.

¿Te planteas la posibilidad de que cada uno de esos elementos entre en conflicto con los otros?

Sí, suele haber tensión. Entre otras cosas, porque no siempre todos los elementos surgen de manera simultánea. Por ejemplo, en la serieHumos, el libro que hicimos con José Emilio Burucúa precedió en varios años a la obra como totalidad, a la que recién ahora le estoy encontrando la vuelta. Comencé a recolectar de los diarios noticias que tuvieran que ver con incendios y otras catástrofes en las que el humo aparece como protagonista.

El humo tiene una materialidad indecisa, es gaseoso pero al mismo tiempo contiene partículas sólidas, como el de las erupciones volcánicas.

Sí y, como dije alguna vez, es una de las tres cosas que siempre resultan atractivas al ser fotografiadas: el humo, la sombra humana y las huellas de unas pisadas. Otra de mis series se llamaItinerariosy consta precisamente de fotos de mi propia sombra proyectada sobre el suelo de distintos lugares del mundo. Comenzó siendo un ritual personal y luego me di cuenta de que podía constituir una serie.

Cuando divise el humo azul de Ítaca,2012 Música: Marta Lambertini Textos: José Emilio Burucúa Imágenes y video: Matilde Marín Editado por Kontemporánea Proyecto de Arte 30 x 24 Edición 300 ejemplares numerados y firmados

¿Qué te atrae en especial del libro de artista en sí, como objeto?

Todo lo que tiene que ver con el papel me atrae mucho, incluso fabriqué papel en algún momento, y también me gusta todo lo que tiene que ver con la edición y la impresión. Si tuviera disponibilidad económica, me encantaría tener una editorial.

El viaje imaginario de Kasimir Malevich consta de varias cosas, una de las cuales es, también, un libro. Al ver tu obra o al escucharte, resulta difícil relacionarte con un pensamiento tan categórico como el de Malevich.

Es cierto. Pero, además de su obra, que es impresionante, me atrajo mucho su actitud, su compromiso con una idea que, a pesar de tener que renunciar a ella públicamente, en su fuero íntimo mantuvo hasta las últimas consecuencias, como lo prueba el que haya hecho colocar un cuadrado negro en su tumba.

¿Es una decisión que el color esté más bien implícito en tu trabajo, o algo que sucede a pesar tuyo?

No lo busco deliberadamente, pero lo cierto es que me siento cómoda en blanco y negro. Creo que, en el caso de la fotografía, el blanco y negro genera una tensión que no se daría con el color; éste, incluso, puede llegar a distraer a veces, impidiendo aprehender lo que esa imagen está proponiendo. Y en algunos paisajes, por ejemplo, el color me remite a algo turístico.

¿Hay un límite estético o ético que tratas de respetar?

Trato de evitar el facilismo, la ocurrencia, el chiste, cosas que en el arte contemporáneo suelen abundar. Y busco que cada obra tenga, de alguna manera, un contenido. En ese sentido, admiro a artistas de los años ‘60 como Richard Long y otros del grupo Land Art. Creo que esa gente no transaba, ni se vendía. Eso se ha ido perdiendo.

Evitar la frivolidad no implica, en tu caso, excluir el juego, en la medida en que éste está presente en todas las culturas como un elemento vinculado al ritual y a la magia, y también es un motor fundamental de la infancia.

Desde luego. Y además porque necesito disfrutar de mi trabajo. Hay artistas que dicen padecerlo, pero no es mi caso. Mi trabajo con las series, en la medida en que éstas muchas veces se van llevando a cabo a través de años, tiene que ver con esa idea del juego y, también, con la idea del ritual, un ritual íntimo, personal, que de un modo misterioso adquiere cierta entidad como para convertirse en obra.

Soledad Lorenzo, de la serie La persistencia del arte, 2000 Fotografía analógica con intervención digital s/papel de algodón 70 x 100 Edición: 1/3 + 2 PA Colección de la artista

En cierto modo, tus muestras también parecen el resultado de una arqueología: primero, un largo proceso de sedimentación de capa sobre capa de registros y experiencias; y luego, la irrupción del descubrimiento de todo ese mundo que el paso del tiempo ha permitido acumular.

Creo que esa descripción expresa bastante bien el proceso y el sentido de mi trabajo.

¿Y qué te gustaría que el espectador encuentre en esta muestra?

Que perciba las diferentes facetas de mi obra que estarán presentes. Que sienta que el arte puede ser vehículo de ideas y de emociones que tienen que ver con la realidad que se vive y con el pasado que ha hecho posible esa realidad. Y que intuya que, detrás de cada serie, de cada obra, hay una historia que involucra a hombres, mujeres y cosas de este mundo.

Matilde Marín. Arqueóloga de sí misma from Arte Online on Vimeo.

 

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