Kuropatwa en technicolor
13/03/2009 - 03/05/2009
Kuropatwa en technicolor

Tras un período de formación en artes visuales en la ciudad de Buenos Aires, Alejandro Kuropatwa viajó durante un año por Europa y los Estados Unidos, para instalarse finalmente en Nueva York. Allí asistió al Fashion Institute of Technology y a la Parsons School of Design. Su llegada a esa ciudad, en 1979, coincidió con una época de celebración desenfrenada del lado más comercial de la cultura, en un momento en el que el perfil del artista/estrella estaba llegando a nuevas alturas, como en los casos paradigmáticos de Julian Schnabel y Robert Longo, y en que el coqueteo entre éxito artístico y éxito comercial no solamente tenía el visto bueno de la sociedad, sino que se constituía en paradigma de expectativas, gracias, sobre todo, a las acciones promovidas por las galerías del SoHo.
Con esa experiencia regresó a Buenos Aires, una ciudad movilizada por el fin de la dictadura militar (1976-1983) que transitaba momentos de gran apertura y que, en el campo cultural, favorecía el regreso al país de los artistas exiliados durante esos años, junto con una franca visibilidad de los que durante la dictadura operaban en circuitos underground. Esta suma de fuertes cambios en la escena local, que incorporaba a artistas que venían de otros ámbitos, dio lugar a una enorme diversidad de formas expresivas que generaban cruces interesantes entre artes visuales, teatro y música, y
devino en la mutiplicación y desplazamiento de los centros de una actividad en expansión.

Con la llegada de la democracia, esta cultura under se difundió en múltiples formatos y locaciones, proponiendo la ampliación de los límites de lo que hasta entonces había sido considerado arte. En ese sentido, se vivía un paralelismo entre la ³fiesta² neoyorkina de los 80 y la explosión apasionada ­después del letargo­ de las manifestaciones vanguardistas de Buenos Aires.
Esa coincidencia de acontecimientos fue el puente que facilitó el desembarco ­a la vez que señaló una marca decisiva en la historia personal y en el desarrollo artístico­ de Alejandro Kuropatwa.
La liberación del estado represivo de la década de los 70 se expresó en un florecimiento de manifestaciones transgresoras, híbridas y heterodoxas, con las que, además de expresar nuevos valores artísticos, se deseaba hacer visible aquello que antes había debido permanecer oculto, por su carga ideológica, su libertad o desenfado. Se trataba, pues, de recuperar el tiempo perdido y de ponerse en sintonía con las vanguardias y las nuevas rutinas internacionales, como había ocurrido en décadas anteriores. La
movida gay fue precursora en esa rápida actualización de las tendencias y en el derrumbe de algunos hábitos reaccionarios predominantes. Los actores periféricos fueron ocupando el centro de la escena artística, mientras dicho centro se trasladaba a lugares no convencionales como discotecas, bares y pequeños teatros, que pasaban a constituir el nuevo escenario de la vanguardia porteña.
En ese contexto, Kuropatwa fue relacionándose con protagonistas de las experiencias porteñas para, en poco tiempo, convertirse en una de las figuras principales entre ellos. Su condición de fotógrafo le permitía, simultáneamente, desarrollar su propia poética y documentar ese mundo emergente de artistas, intelectuales y demás personajes que constituían el universo avant-garde en la Buenos Aires de los 80. Su trabajo le facilitó el
registro constante de la conexión fluida entre los mundos del teatro, la poesía, las artes visuales y la música. Agudizando su percepción de aquel universo del arte contemporáneo, produjo entonces uno de los documentos más originales e imprescindibles para la elaboración de un multifacético retrato de ese momento histórico.
Su producción se construyó a partir de su afinidad con las celebridades de la época; como un Truman Capote vernáculo fascinante y fascinado por el despliegue de un mundo de belleza efímero y excitante.
Con sus fotografías, Kuropatwa contribuía a la construcción del mito artístico, aumentando el glamour de las personalidades que pasaban bajo su lente. En largas sesiones fotográficas con vestuario, maquillaje, fondos y demás equipamiento, desfilaban los personajes de Buenos Aires para posar a la espera de la toma precisa y genial que calara más allá de la superficie de la imagen y que los convirtiera en nuevos íconos de la imaginería mediática. Con una singularísima alianza entre el underground y el glamour,
su lente entrevió una rara suerte de autoconciencia de una escena artística que se observa en pleno proceso de inventarse.

Simultáneamente, Alejandro Kuropatwa incursionó en un campo de experimentaciones técnicas que alumbraron algunas otras series como sus Fuera de foco, que presentó en Giesso y en el CAyC a principios de los años 80, o la autobiográfica Treinta días en la vida de A, de 1990, en la que utilizó películas vencidas y cajas lumínicas para su presentación.
A mediados de los 90, Alejandro Kuropatwa concentró su producción en obras de gran formato, en series que van despojándose decididamente para focalizarse en el detalle. Trabaja a partir de conceptos, es decir, de un tema, y a partir de allí comienza a producir obras en las que puede observarse el esmero en la construcción de una imagen que es a la vez única e imaginativa, llena de minuciosidad y refinamiento, pero inmersa en una
secuencia mayor. Esto es, hay dos operaciones simultáneas: por un lado, el trabajo en cada obra como monumento al instante y al silencio pleno de la percepción, el destello de la belleza; y, por otro, la exposición del tema y del concepto abordado a través de la serie en su totalidad, el lugar del análisis, la reflexión y la toma de conciencia.
En una época en la que las producciones de fotografía artística experimentaba de múltiples maneras en sus aspectos técnicos, en los límites de la imagen, en la manipulación digital, en la apropiación de imágenes ajenas, en la narratividad y el valor documental, las fotografías de Alejandro Kuropatwa se concentran en el énfasis de lo representativo como objetivo y tema. En la veracidad de la toma directa. Y él utiliza este
procedimiento, no como una mera preferencia técnica o como una toma de posición dentro de la fotografía, sino como una clave del contenido de sus obras: la empecinada creencia de que la belleza ya estaba; sólo hacía falta saber señalarla.
Su hallazgo consistió en creer y en encontrar un terreno de transgresión que cabía perfectamente dentro las reglas de la buena fotografía.

El gran formato acercó su obra a las dimensiones en uso de la pintura, en un intento por legitimar para la fotografía un mayor estatus artístico; paradójicamente, al aumentar el tamaño de la copia, va concentrando su mirada hacia el universo de lo más pequeño, dejando emerger las formas, texturas y detalles imperceptibles a simple vista. Imágenes de flores, detalles del cuerpo humano y objetos comunes se nos presentan ahora en una
escala inusual generando un extrañamiento y una visión inédita de esos raros objetos cotidianos.
En las obras de Alejandro Kuropatwa la poesía de sus imágenes resulta de la tensión entre lo que muestran y la estructura que subyace, prácticamente invisible, como la métrica de un poema bien logrado.

Andrés Duprat, Curador

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