Nota publicada online

miércoles 1 de noviembre, 2023
Juguetes rabiosos y Cultura colibrí
Parte de la historia del arte argentino en el Moderno
por Alejandro Zuy
Juguetes rabiosos y Cultura colibrí

Dos exposiciones que abordan las décadas previas y posteriores a la última dictadura. Una desde la destrucción tanto material como del lenguaje, la otra desde la deriva festiva y al mismo tiempo trágica de la contracultura.

Por lo general un panel es un elemento museográfico funcional y se lo experimenta de tal manera. De tan naturalizado suele pasar desapercibido. Ello no ocurre con el que articula estas dos exposiciones recientemente inauguradas en el MAMBA. Lejos de ser una presencia inocua, se lo percibe como un tabique donde se detienen las posibilidades de significación, donde se resume el horror y se concentra la temporalidad de un período ominoso. A un lado de él se despliegan los gestos provocativos de quienes cuestionaron la categoría de objeto artístico y los límites del lenguaje en las décadas del sesenta y setenta; del otro se rescatan la experimentación festiva de los cuerpos de la contracultura porteña durante las primeras décadas de la postdictadura. 

Patricio Orellana

“El restaurador no es un espectador más, ve transcurrir el tiempo” se escucha apenas se comienza a recorrer Juguetes rabiosos. Se trata de la voz del Jefe de conservación del museo, Pino Monkes en el film “Cenizas quedan” del artista invitado Joaquín Aras, interlocutor del curador Patricio Orellana. La frase, de una resonancia desbordante, no sólo resulta adecuada para el film en sí, que remite a la restauración de un collage confeccionado con papel quemado de Américo Spósito que se encuentra expuesto, sino que de una u otra manera podría aplicarse a todas las obras a ser vistas, tanto por lo material como por lo simbólico y contextual.

Fragmentos fílmicos seleccionados por Aras acompañan los núcleos expositivos. El correspondiente al primero, centrado en la mítica exposición Arte destructivo (1961), encabezada por Kenneth Kemble y en exponentes del Informalismo, incorpora una escena de “Crónica de un niño solo” (1965) de Leonardo Favio, haciendo alusión no sólo al origen y jerarquía de los materiales, hasta entonces no convencionales, utilizados por estos artistas, sino también al uso de “excrecencias” como el caso de las primeras obras de Alberto Greco. El núcleo exhibe además obras de Nicolás Rubió, Luis Gowland Moreno, Noemí de Benedetto, Yente, Fernando Birri y se cierra con fotografías y documentación de la experiencia “Destrucción” (1963) de Marta Minujín donde la artista convocó en el Impasse Ronsin de París a colegas de la escena local a intervenir sus obras para luego prenderles fuego.

La segunda sección, focaliza sobre la violencia sobre el cuerpo humano. Aparecen allí artistas de la Nueva Figuración como Rómulo Maccio y Luis Felipe Noé, piezas como “Egocosa” (1961) de Rubén Santantonin,Corona para los habitantes no humanos” (1964), que Dalila Puzzovio realizó a partir de desechos hospitalarios y, subrayando la transición con el último núcleo, se observan los “Amordazamientos” (1973) de Alberto Heredia.

El lenguaje, sus límites y la violencia ejercida hacia él cierra la exposición como si se hiciera eco del fatal devenir que se estaba gestando.  Así nos encontramos con las experimentaciones de Edgardo Vigo, obras de la serie “Que lindo”, de Federico Manuel Peralta Ramos y fragmentos de “Alianza para el progreso" (1971) del cineasta Julio Ludueña. De manera acertada se incluyen para concluir, los grafismos ilegibles de León Ferrari y el cubo vacío de “Silencio” (1967) de Margarita Paksa.

Otra voz, esta vez como en una letanía, recita el poema “Cadáveres” (1981). Es la de su propio autor, Néstor Perlongher que abre, junto con el collage “La Sra. Thatcher” (1982) de Carlos Uria el paso hacia Cultura colibrí, exposición curada por Jimena Ferreiro con la colaboración del poeta Fernando Noy, quien junto a Batato Barea acuñaron este término para referirse a lo “efímero-eterno”.

La muestra se focaliza en la indagación festiva y a su vez trágica, que tuvo lugar en el movimiento contracultural de las décadas del ochenta y noventa; período marcado tanto por las expectativas de la recuperación democrática, como por el campo minado heredado de la dictadura y el avance de la epidemia de VIH-sida que “como una bomba atómica contra Eros” dejó una marca de dolor sobre aquellos cuerpos y en sus obras.

Jimena Ferreiro y Fernando Noy

La luminosidad de la sala reivindica a los protagonistas de este derrotero al tiempo que trata de conjurar la muerte. Aquí, más que enfatizar alguna forma de salvación individual, es posible avenirse al ejercicio de la dignidad humana. En su centro, un cubo revestido por cortinas rutilantes, pensado como un camarín, protege documentos y testimonios fotográficos de época donde entre otros se ve a Barea, Gumier Maier y a Alejandro Urdampilleta así como también imágenes del archivo de las hermanas Escarnia quienes retrataron a las divas del teatro de revista.

Alrededor del cubo se despliegan pinturas como “Cast & model” (1985) de Luis Franghella, así como también de Santiago García Sáenz, Diana Dowek, Pablo Suarez, Guillermo Kuitca o Gustavo Marrone; una fotografía de la serie “Mujer” (2001) de Alejandro Kuropatwa, una escultura luminosa de Omar Schiliro o la sugerente “Maja plegadiza” (1991) de Rubén Baldemar. Hay también obras de artistas de nuevas generaciones como La Chola Poblete, un traje de carnaval del Archivo de la Memoria Trans y hasta el diseño de un afiche publicitario de Edgardo Gimenez de la década del ochenta.

A pesar de sus notorios contrastes Juguetes rabiosos y Cultura colibrí guardan zonas de permeabilidad entre sí y en especial permiten una posible lectura complementaria de las vertiginosas transformaciones operadas por distintas generaciones del arte argentino.

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