SOLANGE GUEZ | Arte Contemporáneo
Zapiola 2196, Ciudad de Buenos Aires

Horario: de martes a viernes de 14 a 19 hs.
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Figuras destejidas
Con buen tino, Susana Di Pietro ha descubierto en sus pinturas algo que ya sabemos bien, pero que aun así no podemos evitar olvidar a cada paso: la belleza no es una forma de estabilización de lo agradable, una alegre decoración de los salones, sino apenas un burdo tapón sobre el espanto.
Parecen haberlo sospechado los editores de las revistas de tejido mucho antes que los filósofos del arte: imagino que en las afiebradas redacciones de Burda había que hallar cuanto antes los modelos, los “hijos modelo”, para lucir esas prendas tejidas, esos dechados de imaginación de las rápidas agujas, esas modas audaces que ya entonces mostraban toda su potencial vejez sin admitirla. “Somos viejos niños”, nos gritan en la cara, y éste es el primer espanto impronunciable.
Compendio de horrores varios, estas pinturas son alucinadamente bellas. Su segundo horror se me antoja franco y evidente: no ensayan la torpeza obvia de la sangre o la exhibición abierta de la herida, sino que muestran en la placidez de la escogida calma chicha del “modelo” todos los lugares por los que éste agoniza. Uno los mira con cómplice piedad, y se dice: “Si los niños retratados fueran de revistas belgas, canadienses, serían probablemente hermosos.” Pero son niños argentinos, pretensiones de paradigma de belleza de una exacta década indecible que habría de transformar la palabra “hijos” en otra cosa enorme, en un tren a toda marcha que nos alcanza, ya descarrilado y fuera de control, treinta años después.
Su tercer ejercicio de horror es menos evidente: hablamos de la década en la que hemos tenido a bien nacer nosotros mismos. Esos Chuckies plácidos y amenazantes que hacen de modelos bien podrían ser la versión idílica y febril de una infancia que alguien tuvo a bien concebir para nosotros. A estos niños vestidos al crochet los han hecho sonreír para el futuro, los han instruido en las poses que exhiban tanto los cuellos innovadores como esa alegre posición donde la infancia aparezca controlada. La revista parece querer decirnos: “vista así a su hijo”, “téjalo, señora, de tal manera”, “adjudíquele estos chiches y no tales otros”, “bórrele el fondo ominoso a la figura y que no proyecten siquiera sombra sobre el suelo”. ¿Es así como deberíamos haber lucido estos que ahora somos, estos que fuimos esos niños? ¿Nos comparaban mi madre o la madre de Susana con esos enanos detenidos en el fulgor eterno de Burda y de las fotos? En todo caso, el tiempo que hace caer todas las máscaras ha pasado implacable, y hoy lo aterrador es no poder definir exactamente dónde está lo aterrador para poder borrarlo. ¿Está en el cuadro? ¿Está en mi conocimiento conceptual del paisaje inicial (la revista setentista) que el cuadro copia? ¿Está en la palabra que, al dar título a la serie, la tajea y horada para siempre? ¿Se asustará un espectador belga de estos cuadros? ¿Es este horror sólo social, es transnacional, o es también privado y mío? O peor aun: ¿está apenas sólo en mí, que no soy más que un chico nacido junto a esas revistas apiladas, un chico a punto de ser padre ahora mismo y por primera vez y para siempre?
Sepámoslo los nuevos padres asustados: están llegando nuestros hijos, y así ha sido siempre, y son un misterio, y no se parecerán nunca a los modelos posando que las revistas han imaginado para ellos, o –en el peor de los casos- que nosotros mismos aventuramos figurar.
Su último horror radica en esto: cada vez que un adulto pinta un niño se hunde un barco, un barco que ha zarpado ya hace mucho tiempo, se hunde tan adentro que las aguas no terminan nunca de tragarlo.
Rafael Spregelburd
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Hijos
Unos niños me miran desde las páginas de viejas revistas femeninas de labores. Se los ve bellos y gélidos, alegres, inquietantemente serenos. Pero entre los pliegues de esa aparente armonía se adivina un universo más desquiciado.
Me siento atraída por las imágenes de esos nenes quizás porque es mi propia infancia la que me mira, con sus luces y sus sombras. Ellos y yo hijos del mismo momento: la leche al llegar de la escuela y la crueldad; los zapatitos lustrados y el nombre arrebatado para siempre a muchos de nosotros.
Ante la prolija imperturbabilidad de esos niños, los dibujo, los pinto, los ubico en un espacio sin formas. Horadando el tiempo congelado me dedico, así, a estas otras labores.
Susana Di Pietro
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