Nota publicada online

lunes 23 de agosto, 2021
Julián Althabe
La cuarta dimensión
Althabe, Julián. Tensiones espaciales, espacio, 1970. Escultura en acrílico e hilos de nylon pigmentados, 60 x 91 x 31 cm.-detalle-
Althabe, Julián. Tensiones espaciales, espacio, 1970. Escultura en acrílico e hilos de nylon pigmentados, 60 x 91 x 31 cm.-detalle-

“La cuarta dimensión” reúne la producción cúlmine de Julián Althabe (1911-1975), uno de los artistas responsables de abrir el camino a los nuevos lenguajes de escultura abstracta y de la tecnología del acrílico en la historia del arte argentino. Con influencias de los rusos Antoine Pevsner y Naum Gabo, representantes máximos de la escultura constructivista, la obra de Althabe se ha diferenciado por integrar poesía, ciencia y mística. 

Althabe, un pionero de la escultura abstracta y la cuarta dimensión

“Las investigaciones de Julián Althabe se orientan a sugerir lo inaprensible: en términos de fe, Dios; en términos matemáticos, el infinito; en términos filosóficos, lo absoluto”. Con esta claridad de conceptos Josefina, nieta de Julián, enuncia los tres grandes portales para entrar a la obra de este precursor. En 1911, un año después de los fastuosos festejos del Centenario, en un país opulento y abierto a las corrientes inmigratorias, nacía en Buenos Aires Julián Althabe. Hijo de padres vascos, se educó en el seno de una familia trabajadora dedicada a la vida rural; el severo entorno familiar no vio con buenos ojos su vocación, el arte no tenía lugar en una familia numerosa que aspiraba al progreso económico. Pese a todo, aquel joven logró recibirse de profesor de pintura en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova. Desde siempre se interesó tanto por la praxis como por la teoría del arte, unos de sus primeros temas de investigación fue el de la doble visión, es decir la visión que cada ojo percibe y que el cerebro unifica. Que haya tenido un hermano mellizo, Emilio, quizá no sea un dato biográfico menor por este interés. Julián fue un apasionado de la vida natural, hizo varios bocetos de un puma encerrado en el zoológico, felino que curiosamente él mismo había traído de las 

sierras de Córdoba. Pero no necesitaba un ámbito salvaje para apreciar los misterios de la Creación, en su taller de San Telmo observaba con atención cómo una araña tejía su red, años más tarde múltiples hilos de nylon atravesarían sus cajas de acrílico. Ese acercamiento a la naturaleza exigía una observación de los fenómenos que al fin de cuentas englobó intereses mayores, como la meditación acerca del espacio y del tiempo. Una experiencia análoga habría tenido Piet Mondrian cuando hizo la serie de los árboles (1909 - 1912), el holandés estaba cautivado por la mutación de las hojas, flores y frutos en las estaciones del año, pero buscaba trascender estos vaivenes temporales para llegar a una estructura esencial de la realidad, a lo invariable y permanente detrás del dinamismo de las apariencias.

Althabe ganó un sitial importante en la historia del arte argentino, perteneció a una generación de innovadores, experimentó lenguajes técnicos nuevos como el uso del acrílico en esculturas, material que también usaron colegas como Rogelio Polesello, Gyula Kosice, Julio Le Parc, Martha Boto, Gregorio Vardánega, Jorge Gamarra y hasta Víctor Grippo con sus papas de acrílico enfrentadas a papas reales. Más allá de los aspectos materiales, la obra de nuestro artista tiene una deuda genuina con el pensamiento de los rusos Antoine Pevsner (1884 - 1962) y Naum Gabo (1890 - 1977), representantes máximos de la escultura constructivista y pioneros del arte cinético. Ambos escribieron el Manifiesto Realista (1920) donde se leen conceptos que serían claves en la obra de Althabe. Proclaman los rusos que “espacio y tiempo han renacido hoy para nosotros”; y que “son las únicas formas sobre las cuales la vida se construye y sobre ellos se debe edificar el arte”. Y entre los cinco puntos fundamentales de la técnica constructiva afirman: que la tonalidad de la sustancia es la única realidad pictórica, que la línea no es descriptiva, que el espacio es una profundidad continuada y que la escultura no es masa entendida como elemento escultural. Y sobre todas las cosas, Gabo afirmaba que “la escultura constructivista no es sólo tridimensional, sino cuatridimensional, dado nuestro esfuerzo de dotarla del elemento temporal”. A las bases científicas de este manifiesto Althabe le agrega una riquísima gama de conceptos con un lenguaje personal y distinto. 

La obra de Althabe ha sido estudiada como un capítulo central en la escultura abstracta de talante místico, como bien apunta Jorge López Anaya en su historia del arte argentino. Quizá este talante místico haya sido el especto menos estudiado de su obra. Hay un factor biográfico clave para entender su producción, su compañera de vida, Sofía Sierra Victorica, una mujer que fue definida por su familia como profundamente espiritual. No hace falta cumplir con dogmas religiosos para ser espiritual, la aprehensión de lo absoluto no implica seguir reglas impuestas por una autoridad eclesiástica. No pocas veces se ha limitado la obra de Althabe a un ejercicio plástico de geometría abstracta, ignorando un alcance mucho mayor. Lo que en el arte se conoce como no figuración se define en la historia de las religiones (sobre todo en las abrahámicas) como aniconismo, es decir, la prohibición de representar a la divinidad, una ley fundamental en el judaísmo, que se pierde en el cristianismo y que los musulmanes tratan de recuperar. Se basa en el principio elemental que la divinidad no se puede representar pues hacerlo es limitar lo ilimitado. 

Basta hacer un recorrido por los títulos de algunas de las obras del artista para confirmar lo dicho. “Símbolo religioso en azul” (1967), o “Símbolo religioso, espacio” (1968) son algunos ejemplos, en una estructura de acrílico basada en el número tres (que en varias tradiciones alude a lo sagrado) el artista coloca sus hilos de nylon característicos para crear un paradojal volumen vacío. Son varios los artistas que sugieren sacralidad en la obra sin necesidad de recurrir a historias religiosas, valga como ejemplo la llamada Capilla Rothko (Houston, 1971) concebida por su autor como un espacio ecuménico de meditación en donde sólo hay pinturas monocromas. Existe una larga tradición de espiritualidad en el arte que -haciendo una síntesis ajustadísima- en el siglo XX arranca con Kasimir Malevich, continua con Yves Klein y llega a nuestros días con Anish Kapoor. En 1950 Althabe hizo el “Monumento místico”, con madera e hilos. La mística es la reunión del individuo con el Todo sin intermediarios ni pautas, es una experiencia difícil de alcanzar, mucho más en tiempos desacralizados como el nuestro, aunque no imposible. Ni la meditación ni las prácticas religiosas garantizan la transverberación, el tawhid, el nirvana o el satori, términos que, en el cristianismo, el sufismo, el hinduismo y el budismo, respectivamente hablan de una unión con lo Absoluto, aunque estas palabras limiten y hasta puedan desvirtuar el sentido. No por nada el filósofo austríaco Ludwig Wittgentstein escribió el aforismo más citado en estas cuestiones: De lo que no se puede hablar, mejor es callar.

La mística se opone al aspecto dogmático de las religiones y, en este sentido, ninguna norma religiosa le interesaba a Althabe. “Ego sum qui sum” es una pintura acrílica sobre tela de 1974. La expresión latina se traduce como Soy el que soy, y es la respuesta que le da Dios a Moisés cuando se le aparece en forma de zarza ardiente, episodio relatado en el libro del Éxodo, 3:14. El texto bíblico va desde un correctivo cotidiano cuando Dios le ordena a Moisés quitarse las sandalias porque está pisando un lugar sagrado, hasta la revelación más misteriosa, el nombre del Todopoderoso. Althabe evoca este momento inigualable con un destello luminoso en forma de rombo que se despliega sobre un fondo amarillo, no hay grandilocuencia ni aspavientos en esta pintura, es directa y sencilla. En la variada serie de cajas con nylon hay una preocupación por trazar una línea que se mueve en el espacio y en el tiempo, es el intento paradojal de abrir la cuarta dimensión con medios materiales. Pero las intenciones topológicas no están exentas de poesía, pues cada subjetividad puede ver las formas de volutas, el movimiento danzante de una medusa, los pliegues agitados de una túnica o, simplemente, la distorsión irisada de la mirada frente al sol. 

Cada escultura funciona como caja transparente que nos permite espiar y acceder a un micro universo de líneas múltiples y dinámicas. Muchas de ellas se basan en figuras geométricas derivadas en volumen (cilindro, cubo, pirámide y sus variaciones), todas estas figuras tienen una importancia primordial en la geometría sagrada ya que aluden a lo terrenal y a lo celestial, a la materia y al espíritu. Sin entrar en innecesarias precisiones científicas, y aunque más no sea por aproximación del lenguaje, los aficionados a la física cuántica pueden ver en las tanzas multicolores una semejanza poética con la teoría de las supercuerdas, una compleja interpretación de la estructura general del universo. Desde este punto de vista, cada una de las cajas acrílicas son como la representación a escala de un universo dinámico e inconmensurable, la foto de una película eterna. Hay más de un paralelo entre la física cuántica y estas obras, como el contrasentido de una escultura que en definitiva es una caja con hilos, es decir, más vacío que volumen, y el concepto de que el universo es un campo de energía más que de materia. En esta serie de esculturas campea la paradoja, una y otra vez, de crear volumen con vacío, sugerir movimiento con la estabilidad, trabajo artesanal con materiales industriales, entre otros planteos. Las obras de Althabe parecen demostrar que arte, ciencia y mística no son caminos disociados, muy por el contrario, son complementarios y esenciales.   

Julio Sánchez

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