Notas Artistas

LOS DEDOS de la LUNA

Eros ha sacudido mi espíritu como el viento de la montaña se lanza sobre los pinos. 1

Me miré en el espejo. El pelo lo tenia bien pero me vi fea, horrible, con la cara algo hinchada. Pensé: “será que me está por venir”.
Siempre que me está por venir me veo fea, más que fea. Me vestí con mis pantalones de siempre, negros, de seda y con una blusa blanca que me hace más chata de lo que soy.
Medio atontada por la falta de sueño, no me aguantaba sola en casa y decidí salir para sacudir el mal humor. Pronto llegué a una avenida con árboles a los costados. Era una noche sin estrellas. Me interné por una callecita de veredas angostas a la que confería un halo de misterio una tenue luz blanca. Las casas eran
bajas, de dos plantas y alguna nube también baja se detenía sobre la calle; distraída tropecé con una lata llena de basura. Cuatro muchachos venían hacia mí por el medio de la calle.
Tuve miedo; a mi derecha ví un café y, aliviada, me asomé a su ventana. Aunque estaba vacío, igual entré.
Descubrí que el lugar era hermoso: el piso de madera, las paredes de ladrillo a la vista y los cuadros colgados, algunos modernos, alegres y de colores fuertes, creaban un ambiente acogedor y cálido. Busqué donde sentarme hasta que ví una mesa desde la que podía observar mejor el lugar.
Poco después ya no fui la única persona allí. Entraron dos mujeres y luego un hombre mayor. En un momento sentí que faltaba el aire y el calor pegoteó mechones de pelo sobre mi frente; incomoda, me pasé nerviosamente la mano por la cabeza y sin saber por qué, me encontré otra vez en la calle sin rumbo fijo.
Caminé por una avenida llena de luces de colores: el rojo y verde de los semáforos y la explosión de los carteles de neón, los infaltables Mc Donalds y los rojos fondos de Coca Cola, me hipnotizaron hasta distraerme de los miedos.
Me sentí linda otra vez. Una oleada de autos y peatones me empujó hasta un pequeño local que curiosamente se llamaba Librería de Mujeres: allí me detuve a mirar a través del cristal. Me pregunté si el arte tendría sexo, o si los ángeles lo tendrían. Al mirar las cubiertas de los muchos libros que había en vidriera, me asomé para espiar qué ocurría adentro. Detrás de una mesa llena de libros una mujer joven leía con atención; ví el instante en que levantó la mirada del texto y me avergoncé cuando me descubrió. Me ardió la cara y no me animé a entrar. Seguí mi camino. Me detuve en quioscos de revistas sin mirar ninguna en particular;
paraba en uno y continuaba hasta detenerme algunos metros más adelante en otro, para hacer lo mismo una y otra vez hasta que me cansé.
Entré en un café pero no me gustó el lugar y, en cuanto crucé el umbral de la puerta, lo crucé nuevamente en sentido contrario.

Caminé media hora más hasta que al fin, un café de amplio ventanal me atrajo y entré, y me senté en la primera mesa que ví desocupada. El lugar estaba casi lleno; se oía una música suave que venía de un piano junto al mostrador. En una mesa muy cerca del piano una mujer sola jugaba con una copa de vino blanco entre sus dedos. Era ella, la mujer de la librería. La miré y me perdí en sus ojos. “¡Que mirada!” pensé, “cuánta dulzura”. Jamás ví ojos iguales. Ella aún no me había  descubierto.
En ese momento recordé unos versos que alguna vez leí...
De verte apenas un instante mi lengua esta rota;
bajo mi piel de pronto se desliza un fuego sutil;
mis ojos ya no ven,
me zumban los oídos,
me cubre un sudor helado y temblores por entero me invaden. 2

Me sorprendió una dulce melancolía que me invadió por completo. Mi extrañeza aumentó. ¿Qué hacía yo con la boca abierta y embobada por otra mujer? Desde el lugar en que me encontraba mi mirada acarició sus largas piernas enfundadas en medias azules y brillantes; sus zapatos eran pequeños. Me gustaba la manera que tenía de cruzar las piernas. Pensé en cómo acercarme y hablarle.
Cuando finalmente me acerqué descubrí su voz grave, tierna y juvenil. Conversamos de cuentos de hadas, de hechizos y brujerías y del despiadado siglo XX a punto de morir.
Hablamos y hablamos sin descanso, como si durante años hubiéramos esperado el momento para contarnos todas esas cosas. La llevé a mi casa. Recordé con placer la botella de vino blanco bien frío que nos esperaba en la heladera y que ya sabía era su debilidad. A medida que tomamos el vino, aumentaron las carcajadas.
Nos reíamos como locas hasta casi hacernos pis de risa.
Al disminuir la euforia sentimos sueño y le propuse dormir; le presté un camisón blanco de algodón que uso muy poco. Como en casa hay solo una cama le pregunté si no le importaba que durmiéramos juntas.
Ya en la cama me sorprendió la necesidad de tocar sus brazos, pasar mis manos por sus piernas, descubrir sus pechos, acariciarla y, finalmente, besarla largamente.
La primera luz que entró en mi cuarto me despertó: miré la hora, miré mi mano, la ví llena de pelos, miré mi cuerpo, y me di cuenta que yo era un hombre.

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1 -Sapho, Fragmentos.

2 -Poema de Sapho