Notas Artistas

CHALECO DE FUERZA

Únicamente donde haya Palabra, habrá mundo. 1

Al levantar los ojos me encontré ante un amplio rectángulo A con forma de venta- na del que aparecieron intermitentemente imágenes, imágenes y más imágenes.
Una tras otra, otra tras de otra. Busco la manera de que me lleguen lentamente, de comprender, de ver lo que ocurre. Una mujer pasa de izquierda a derecha y al pasar, me mira y yo también la miro. Aunque en el cine esto no ocurra, me veo frente a una pantalla... todo es muy extraño. La gente pasa y mira hacia adentro. Todos los que pasan miran hacia adentro; en sus rostros descubro curiosidad. Una puerta verde cierra un arco y atrapa mis ojos; delante hay una columna de luz también verde pero de tono muy claro que contrasta con el color oscuro de la puerta. De la columna cuelga lo que parece un tacho azul. La gente pasa y pasa, y ahora son autos los que pasan, uno, dos, tres, cuatro, una seguidilla que aparecen y desaparecen. Aparecen de un lado y desaparecen del otro, y mi vista no logra retenerlos... y me mareo. Las manos y luego los brazos de un hombre bailan y no se detienen. El dueño de estos brazos y estas manos pasa también. El reflejo sobre el vidrio de una casa del otro lado de la calle me sorprende cuando un taxi negro con su techo amarillo pasa... y veo más amarillo en una mujer rubia vestida de negro; pienso entonces en el color del auto y en sus redondeces, en el cuerpo de la mujer y sus redondeces, en el amarillo del techo y en el largo y amarillo y
hermoso pelo de la mujer. Pasan ahora unos anteojos de metal mientras veo que su dueño no desvía su mirada como lo hacen los demás.

Poco a poco el lugar se fue llenando y yo, lentamente, me abandono a sensaciones apacibles y placenteras. Una mujer en el bar no deja de mirarme y bebo su sonrisa mientras siento que mis labios se mueven... ahora es la música... hay música también... y me vuelve más y más sensible, y con placer floto en el aire, suspendido sobre las mesas y sobre mi silla, oigo la música, la escucho: me aleja o me acerca al piso siguiendo el ritmo de su intensidad y, desde las alturas, miro al público que no aparta de mí sus ojos, azorado por el espectáculo. Desde el aire, observo con temor las palas del ventilador; temo que giren repentinamente y me corten en cientos de pedazos y los desparramen, junto con mi sangre, por todas las mesas. El agradecimiento a unos ojos esmaltados que disiparon mis temores, se apoderó de mi espíritu. La música calló y mi silla desciende y retoma su lugar.
Café, voces, ruido de loza. Vuelvo a mirar la taza sobre la mesa. Sí, estoy sentado delante de una mesa, y un café está servido. Llevo la taza a mis labios y bebo   en pequeños sorbos un frío y áspero café... vaya a saber cuándo me lo trajeron. Miro otra vez el rectángulo; ya no es el mismo... el cambio es constante... se transforma una y otra vez. Ahora veo tres siluetas sentadas a un lado del rectángulo. Pronto me acostumbro a mirar las imágenes de afuera, las veo nítidas
por detrás de las sombras con formas humanas que tengo delante. Un triángulo casi gris... es un hombre acodado a la mesa... y por su mano en la cara pienso que piensa, o que lee, o que simplemente descansa. Mis ojos van de un lado a otro: de la calle, al bar y desde allí vuelven a la calle.
De afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera otra vez.
Ya no veo con claridad. Una botella, una ensaladera, unos cubiertos en el aire que se mueven aferrados por las manos de un cuerpo invisible. De una boca con mandíbulas que la mastican, cuelga un pedazo de lechuga y de la pared cuelga un cuadro de tenue verdura, el mismo verde de la lechuga de esa boca... pero
no es sólo el verde, también existen algunos tonos de amarillo que a su vez repiten los cabellos amarillos de una mujer detrás de la boca y que cuelgan como las ramas de un sauce llorón... los cabellos de una mujer triste.
De pronto el rectángulo que parece una ventana -o el rectángulo de ventana en el que aparecieron tantas imágenes-, se transforma en la tela de un gran cuadro o de algo que parece serlo... todo lo que está a mi alrededor ha entrado en el cuadro. También yo; también yo formo parte de ese cuadro, soy personaje del cuadro,
parte de la obra. Desde allí me veo escribir y beber aquel café doble, áspero y cortado. No sabía dónde estaba, allí o quizá en otra parte.
¿Soy yo o soy otro? Quién soy, qué soy, de dónde vengo... ¿por qué vine?, si es que he venido de alguna parte... de dónde llegan todas estas preguntas y a qué vienen. Las preguntas brotan con frenesí, con desesperación que se desata y sale del cauce desbordado, desbordando, rugiendo hasta desplomarse desde las
alturas hasta el fondo del abismo para estallar contra las rocas y convertirse en miles y millones de moléculas que se dispersan por el aire, hasta esfumarse totalmente.
Me incorporo y trato de serenarme. Un auto que pasa y luego otro y otro, y la actividad renace y me sacude, y me doy cuenta de que hay un afuera, y de que no soy parte del cuadro.
Afuera llueve. Una mujer vestida de azul pasa y me mira; instintivamente le devuelvo la mirada mientras me sorprende hasta qué punto me gustan las mujeres,
creo... que las amo a todas. Adentro, otra mujer, sobre un papel, borra algo que no puedo ver. Está vestida de verde, la luz cae sobre ella y se multiplica, y el verde de su ropa me recuerda el verde de los cuadros que cuelgan en la pared, y también de la puerta... y de la columna...
¿Dije ya que estoy en un bar?... recién ahora creo darme cuenta dónde estoy. Una mano, una boca, y luego un bizcocho que pasa de la mano a la boca... un haz de luz ilumina la página de un diario en la que se ve una caricatura y allí, otro haz de luz, que a su vez, ilumina otra página del diario que lee el personaje en la caricatura. Me acerco a la mujer que borra, a la mujer vestida de verde.
Dibuja un tigre que se pasea entre el público.
Levanta una goma de borrar y borra. Mucho temo que al borrar su dibujo, nos borre a todos. Más bocinas y más autos me recuer dan que no soy parte del cuadro ni del dibujo, sino por el contrario, que formo parte de una realidad diferente. Siento ahora burbujas adheridas a mi lengua. Una mano llena un vaso muy pequeño. Es mi mano que lo apoya sobre mis labios. La otra mano dibuja sobre papel blanco un tigre de negras rayas y más atrás y, detrás del tigre, inclina su cuello un bello cisne totalmente negro salvo por el pico y los ojos de un color indescriptible. Sigo la mano en su dibujo, veo el movimiento; sube, baja, se balancea... veo ahora un brazo y veo a su dueña, la mujer de verde, verde como los cuadros que me rodean, verde... Parece dulce, muy dulce... me acerco y le hablo, y le digo que escribo y que ella es parte de lo que escribo. Me pregunta si puedo entrar en su dibujo, si posaría para ella. Decidido a partir le contesto que si no me atrapa en su memoria
y me reproduce, hoy no deseo posar. Me retiro lentamente y me despido con una casi promesa: “Hasta el domingo”.
Mis pies se mueven ya, y me empujan, o quizá me arrastran hacia afuera.

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1 Heidegger, Martín: Hölderlin y la escencia de la poesía. Edición,
traducción, comentarios y prólogo de David García Bacca, Ed.
Anthropos, 1991.