Notas Artistas

A la hora del té

Me encontraba de vacaciones ese día, cuando escuché el ruido de la aldaba de la entrada. Me acerqué lentamente, corrí la pequeña cortina que cubría los vidrios de la puerta y pude, apenas -dado mi estatura- ver parada afuera, una mujer gorda a quien acompañaba un joven, también gordo, enormemente gordo.

-Soy tu tía  -dijo- abrime.

Obedecí con alguna aprensión, y sin ganas los hice pasar. No recuerdo bien mi edad aquél día: tendría unos siete, nueve o diez años. Corrí a buscar a mi hermana Mónica, la arrastré de la mano y, desde el pasillo, juntos, los espiamos sentados e incómodos, en el sofá de la sala que se había vuelto pequeño. Mónica, que por esos días sólo comía manzanas verdes, odiaba los gordos; se le antojaban perversos y llenos de malas intenciones. Era la hora del té. Mi madre nos llamó para que los acompañáramos a la mesa. Verlos comer era un verdadero asco: les caía la baba de la boca y mi tía, la gorda, chupaba y manchaba de rouge naranja el borde de su taza. Terminado el té,  el gordo dijo que necesitaba echarse una siestita antes de la cena. Junto con mi hermana fuimos otra vez a espiarlo ya instalado en el cuarto de huéspedes. Nos pareció que hundía el colchón con su cuerpo hasta casi tocar el piso; ya podíamos ver las patas de la cama abiertas como los de una cucaracha aplastada. Mientras lo mirábamos absortos, en silencio, vi en las manos apretadas de Mónica un pequeño bolso de lana azul. Sin darme demasiadas explicaciones, con calma se acercó al gordo, se inclinó sobre su cabeza y, por un momento, pensé que mi hermana se había vuelto loca, que estaba por besar esa cara repugnante... Con gesto seguro sacó una aguja enorme y, a modo de explicación, murmuró que pertenecía al sombrero de mamá. Con decisión y violencia, introdujo la aguja en el oído del gordo que rodó sobre sí mismo mientras emitía un grito gutural y ronco. Mónica arrancó la aguja y corrimos. Esa noche me fue imposible dormir. Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, nos dijeron que había ocurrido una sorprendente e inexplicable desgracia: el gordo había muerto. Temí, por un momento, que nos descubrieran. Temí los castigos: las inevitables palizas, las duchas de agua fría, los gritos y las amenazas de internarnos pupilos en algún colegio o reformatorio. Mi hermana me contó, años más tarde, que logró depurar la ciudad de algunos gordos más. Cuando meses más tarde, la encontraron muerta en un parque, me resultó incomprensible: nunca supimos con certeza el motivo. Yo, no dudo que fueron ellos. Hoy estoy en mi casa. Han pasado ya muchos, muchos años y temo salir. Lamentablemente, no puedo... no puedo salir de mi casa. Hay unos chicos que juegan en la vereda...  veo el brillo de sus ojos que me miran apenas asomados al borde de la ventana.  Son ellos ahora los que se esconden para espiarme. Mi temor aumenta y trato de mantener corridas las cortinas pero, como dije, no puedo salir, no puedo escapar... Ya no paso por la puerta.