Notas Artistas

La nueva pintura
por Julio Sánchez*

La obra
Claudio Roncoli tiene un extenso corpus de obra que fue madurando progresivamente desde su primera muestra individual en la galería Praxis (2004) hasta hoy. El artista ha optado por una iconografía ligada a la retórica publicitaria de la década del 50 que despliega mediante una técnica mixta y conlleva digitalización de imágenes y pintura sobre tela. Analizaremos más detenidamente algunas vertientes de su producción.
La técnica
La elaboración de cada obra de Roncoli precisa de varios pasos. Hay un primera etapa —que podríamos llamar “arqueológica”— que requiere de material de época: revistas y semanarios orientados hacia la mujer, particularmente de los años 50, 60 y 70, como Paris Match, Life, Selecciones del Reader’s Digest, Femirama, Claudia, Para Ti, y otras de tipo divulgación. Claudio recorre ferias de libros, negocios de revistas viejas para recoger este material gráfico. La segunda etapa consiste en la selección específica de las imágenes, que se orienta fundamentalmente a la figura humana —en especial la femenina— y también a diversos objetos de consumo tal como son mostrados en los catálogos de venta y en las publicidades. Luego, el material seleccionado se digitaliza, y este procedimiento anula ese olor a papel viejo que inunda el taller de nuestro artista. Con la tecnología del scanner se elimina cualquier evocación al pasado; el material añejo se limpia, se pone a nuevo. El siguiente paso es integrar esos elementos en una composición, algo así como un “collage electrónico” que Claudio diseña en la pantalla de su computadora. Una vez lograda, la imagen final se imprime en una tela. La última etapa es un retoque con pintura que se aplica con espátula y produce una especie de minúscula topografía; la superficie plana de la imagen digital es alterada por la pintura acrílica que se aplica con generosidad. El título de la obra, que más de una vez orienta el sentido, no se pone necesariamente en la última etapa: hay veces que una palabra, una frase o un interrogante es el disparador de la imagen; otras —de modo inverso—, una imagen lograda gatilla el título y éste es el epílogo del proceso.
La nueva pintura
Sabemos que la disolución de los géneros artísticos ha sido uno de los motores del arte de vanguardia del siglo XX; fue una reacción a la rigidez del academicismo decimonónico que establecía reglas precisas. Destruidas las reglas, se procedió a destruir los límites, aparecieron nuevas y confusas palabras para designar procedimientos nunca antes aceptados. Hoy, en los albores del siglo XXI, casi nadie parece incomodarse con lo “inubicable”; las categorías se han abierto tanto que a pocos les importa designar tal o cual obra en la categoría de objeto, escultura, instalación o performance, incluyendo las variantes mixtas de cada una. El problema se actualiza con las nuevas tecnologías. ¿Podemos hablar de “dibujo digital” si el artista utiliza un mouse en vez de un lápiz? ¿Qué valor tiene un trabajo hecho en la computadora? ¿Éste es más o menos valorado que se si hubiera hecho “a mano”? Los interrogantes pueden parecer carentes de sentido y hasta de inteligencia si se tiene en cuenta que la fotografía pasó por el mismo trance; hasta hace muy poco se hacían preguntas que hoy parecen absurdas: que si el blanco y negro son más “artísticos” que el color, que si la foto la hace un mecanismo, dónde está lo humano, etcétera.
Si bien hay mentes sean abiertas a lo nuevo, algunas instituciones artísticas, particularmente los premios y salones siguen teniendo categorías fijas como “pintura”, “arte digital” o “fotografía”. La obra de Roncoli podría incluirse en cualquier de las tres, ya que en rigor su obra es “técnica mixta sobre tela”, y a la vez, una imagen digital intervenida con pintura.
La re-fotografía
Otro factor de incomodidad para los más conservadores puede llegar a ser el recurso de la “re-fotografía”. Son muchos los artistas contemporáneos que han utilizado fotografías de otros para poder producir su propia obra. Por citar un puñado de ejemplos: Barbara Kruger toma imágenes de publicaciones gráficas de posguerra para criticar duramente las políticas del gobierno estadounidense; Christian Boltanski hace lo mismo con fotos de los obituarios de diarios suizos y de fotografía escolares para hablar de la muerte, el tiempo y el genocidio; Richard Prince toma las campañas publicitarias de cigarrillos Marlboro para examinar las prácticas falocéntricas e imperialistas del cowboy en el Oeste norteamericano. Dentro de esta corriente apropiacionista, poniendo en entredicho la noción de autor y de originalidad, Sherrie Levine declara: “En lugar de hacer fotografías de árboles o desnudos, hago fotografías de fotografías”.
Del mismo modo, Roncoli re-fotografía imágenes; sólo que en vez de una cámara utiliza un scanner. De un modo, él también participa de algunos topoi (lugares) de discusión teórica, tal como la desaparición del autor o el concepto de originalidad que fuera enarbolado por las vanguardias.
Roncoli no elige un fotógrafo en especial (de hecho, es imposible saber de quién se tratan los trabajos elegidos ya que los fotógrafos de revistas de los 50 y los 60 prácticamente no firmaban sus fotos; el privilegio de la firma se reservaba a los ilustradores), son decenas, centenas o millares aquellos de quien Roncoli se apodera de una imagen; es decir, son todos y es nadie, no hay un autor especial. Lo que sí se toma es una estética particular inspirada en un modelo de felicidad pequeño burguesa basada en el consumo y construida por los medios de comunicación en la posguerra del 50 por los Estados Unidos que luego fue exportada a países periféricos, como el nuestro. Roncoli capta un Zeitgeist (espíritu de la época) hegeliano que se manifiesta en la labor de un número impreciso de fotógrafos gráficos.
Elegir fotos, en vez de hacerlas, tiene que ver con otro argumento (de raíz duchampiana) frecuente en el arte del siglo XX, no se trata de seguir agregando objetos —o imágenes— al mundo, sino de señalar los que ya están. No hace falta ser original, es suficiente con una operación conceptual; la selección, en vez de la creación. El sólo hecho de “indicar”, “señalar” tal o cual imagen, está construyendo una nueva personalidad artística, se está refinando una tradición iconográfica. Esto, a la vez, Roncoli la renueva con una nueva técnica: la digitalización.
La mirada
Roncoli utiliza varios recursos para seducir al espectador. No fueron en vano sus años trabajando en publicidad. Ante todo, presenta un universo reconocible, imágenes que ya fueron vistas, que en sus cuadros se vuelven a ver, aunque transformadas. La figura femenina está asociada a la juventud, la belleza y la felicidad, con la sonrisa a flor de piel. Estas imágenes conllevan las estructuras patriarcales imperantes en la década del 50 y subsiguientes (incluyendo también nuestros días): la mirada es masculina, heterosexual y de raza blanca. Recién en los 70, con los estudios de género en el campo de la literatura y con los aportes del estructuralismo y la antropología, comenzaron a denunciarse las estructuras de poder falocéntricas que muchas veces eran consideradas “naturales” en vez de “culturales”. En el campo de las artes plásticas estos estudios llegan más tardíamente, a fines de los 70 y comienzos de los 80, con los paradigmáticos casos de Ana Mendieta y Frida Kahlo.
Al retrotraer la mirada a décadas anteriores, Roncoli nos obliga a mirar como se miraba entonces (aunque en la práctica se continúe con la misma óptica). La retórica publicitaria de las revistas de esa época estaba construida desde un falo que apunta a la mujer como objeto. El hecho fue subrayado por algunos artistas del pop art —sean hetero u homosexuales— como Tom Wesselmann o Andy Warhol. En aquellas revistas, la mujer “era” (somos optimistas en el uso del verbo en pasado) un mannequin (maniquí o muñeca) donde se cuelga la ropa, la moda y la mirada del varón dominante. La mayor parte de las mujeres que se mostraban en esas publicaciones era de raza blanca, más cercanas al fenotipo WASP (white, anglosaxon, protestant), excepcionalmente Roncoli elige la figura de una azafata de rasgos orientales. En los cuadros de nuestro artista la presencia del varón es inferior numéricamente, cuando aparece muestra una clara actitud de dominio (en la cabecera de la mesa, acompañando a la mujer o como piloto) y siempre es de raza blanca (excepcionalmente, hay un solo hombre de raza negra, Qué loco el negro, 2006, un apuesto morocho que abraza por la cintura a dos damiselas). Como podría esperarse, también el varón es heterosexual (la excepción son los dos varones de Luna de miel, 2006) y los niños, mayoritariamente de raza blanca, parecen salidos de un casting para series televisivas como Lassie o Flipper.
Aquel mundo rescatado por Roncoli conserva estructuras de poder que no están agrietadas por ningún tipo de las mal llamadas “minorías”: mujeres, gays, lesbianas, negros, asiáticos o hispanos cuestionan nada, simplemente porque son eliminados de la escena.
La iconografía
Cada obra creada por Roncoli muestra personajes espléndidos, jóvenes, hermosos y felices. Debe ser lo más semejante al mundo vivido por el príncipe Siddharta Gautama —posteriormente conocido como Buda— en el palacio, en una burbuja cortesana que ignoraba la enfermedad, la vejez, la pobreza y la muerte. Algo semejante sucedía con el pop art de los Estados Unidos, que se desplegaba en paralelo a los horrores de la Guerra de Vietnam. Nada parece macular la felicidad del paraíso creado por Roncoli. “Mamá estoy bien” dice la nota que sostiene una joven sonriente mientras unas bombas detonan en el caserío al fondo, pero la tragedia es totalmente ajena al personaje. Ahora bien, la pregunta es: ¿Por qué no? ¿Que hay de malo en creer que el mundo es un jardín de rosas florecidas, sin ninguna espina?
Ese bienestar de limbo se acentúa con un detalle iconográfico, las aureolas de las figuras. En la iconografía cristiana existe una codificación clara para las figuras de los santos, sus cabeza resplandecen con un nimbo. Esa luz intensa que rodea los cuerpos se conoce en la actual bioenergética como “aura”; sólo quien vive una vida integrada, sana en cuerpo y alma, posee un aura armónico que se manifiesta claramente en las palmas de las manos, de los pies, en el contorno del cuerpo y, sobre todas las cosas, en la cabeza, donde se encuentra una puerta —la coronilla— de comunicación energética con el Todo. Desde el Gótico, y particularmente durante el Renacimiento, esa aureola comenzó a dibujarse con tanta precisión formal que casi se olvida su origen simbólico. Roncoli reemplaza el nimbo por el contorno de una galletita de merienda infantil; sus personajes no son santos, sino seres ingenuos, bambis en un bosque de fantasía. En el Paraíso creado por Roncoli no existe el Mal, quizá porque no hay conciencia del Bien. El artista parece rescatar aquel tiempo previo a la Ley, donde no había reglas, moral ni ética, cuando un niño mataba a un pájaro sin saber que lo que hacía es malo. En gran parte de la obra de Roncoli hay niños por doquier, impera la iconografía infantil: ellos (peinados a la gomina con jopo) y ellas (trencitas rubias y mejillas rozagantes) hacen la tarea, festejan el cumpleaños, juegan en ronda, acompañan a sus padres y admiran al abuelo. En los fondos de los cuadros hay dibujos de cuentos infantiles, juguetes, peluches, superhéroes, estrellitas y arco iris. Este repertorio apuntala aquel sentimiento de ingenuidad edénica de muchos niños. Los personajes de Roncoli son intrínsecamente buenos, no en sí mismos, sino por la ausencia y desconocimiento de Ley. En un punto, la obra de Roncoli se pregunta sobre la existencia de un “Mundo Feliz”, una unidad perdida que no distingue entre dicha y desdicha, vicio o virtud.
Epílogo
En la pintura de Claudio Roncoli se conjugan dos importantes aspectos biográficos: su educación católica y los días de infancia en la juguetería de su padre. En sus últimas creaciones, el artista utiliza recursos como la publicidad, la historieta, el diseño gráfico con la técnica del collage, echa mano de recursos contemporáneos, sean tecnológicos —como la digitalización de imágenes— o sean conceptuales —como la re-fotografía—. Cada obra puede leerse como el capítulo de una gran epopeya utópica. Roncoli mira las décadas pasadas (del 50 al 70) con cierta conmiseración y perdón. Reivindica un mundo utópico donde no existen conflictos de raza o género, santifica con ironía juvenil aquella sociedad que supo vivir en un nirvana capitalista y se pregunta cuál es el pecado de hacerlo así. En el despliegue pictórico de Claudio Roncoli subyacen preguntas como estas: ¿Es posible la felicidad ininterrumpida? ¿Quién podría vivir en un limbo de bienestar desconociendo la palabra angustia?
* 2007