Notas Artistas

Las pequeñeces y lo increíble en los grandes
Emilio Pettoruti

En el mes de julio de 1944, visité a Pettoruti en su departamento de la calle Sargento Cabral, a media cuadra de la Plaza San Martí­n. Le habí­a adelantado por teléfono el motivo de mi visita: estaba organizando una exposición con el auspicio del Cí­rculo Médico del Oeste, y mi intención era que participara con una obra. Cuando leyó la lista de los expositores, no vaciló ni un instante en asegurarme su participación. Mi propósito, que concreté, era hacer una exposición con jóvenes y maestros de ese entonces, rigurosamente seleccionados. Pasamos una tarde muy agradable; yo habí­a concurrido con mi entonces novia, que posteriormente fue mi esposa, Felisa Guzmán, bailarina solista del Teatro Colón, y que Pettoruti y su esposa conocí­an por haberla visto actuar en varias funciones. Después de que el maestro nos mostró algunas de sus últimas obras, su esposa, la escritora Marí­a Rosa González, nos agasajó con té y confituras. Ya entonces me interesaba saber de los "grandes" algo más de lo que me podrí­an "decir" sus obras, de manera que. a mi solicitud, Marí­a Rosa nos contó con pormenores pasajes de la vida de Petto, como ella lo llamaba. Comenzó diciendo que se llamó Emilio en recuerdo de un hermano de la madre que habí­a fallecido de una bronconeumoní­a a los nueve años, y que ella sentí­a que de esa manera superó el trauma que la acongojaba desde chica. Cuando tení­a cinco años, su madre y su abuelo materno concurrieron a la Escuela Italiana de La Plata y lo anotaron como alumno no regular, por su corta edad. Desde entonces, en la mencionada escuela aprendió italiano y más adelante francés; pero su clara inclinación era el dibujo y así­ se lo hicieron saber a sus padres los maestros. El abuelo, que lo querí­a entrañablemente, lo alentaba y confiaba en su talento, le pidió que le pintara en una de las paredes de su casa algún motivo de su preferencia. Emilio, después de pensar un rato le dijo "Le voy a pintar un canasto con flores", y siendo casi un niño de trece o catorce años puso manos a la obra. A partir de ese momento su abuelo se convirtió en celoso custodio de la "obra de arte" de su nieto. A los diecinueve años, en 1913, el gobierno de la provincia de Buenos Aires le otorga una beca para estudiar pintura en Italia, pero luego por razones de un estricto programa de economí­a, como precaución ante la proximidad de la Primera Guerra Mundial, el gobierno provincial suspende todas las becas. A partir de ese momento el padre le dice por carta que continúe sus estudios en Italia, mandándole todos los meses un apoyo económico. Durante todo el tiempo en que permaneció en Italia (1913-1924) mantuvo una abundante correspondencia, casi diaria, donde se referí­a a la marcha de sus estudios, sus trabajos, visitas a museos, conocimiento de algunos maestros de la pintura, con tal abundancia de detalles que su familia estaba enterada pormenorizadamente de su vida allí­. Algún tiempo después el padre recibe una carta donde le dice que suspenda el enví­o de dinero porque ya estaba ganando lo suficiente para mantenerse. Habí­an transcurrido algunos años cuando por casualidad el padre se entera de que lo poco que ganaba lo ganaba cosiendo bolsas de arena para trincheras en plena guerra. Con los bonos que le pagaban por esa tarea conseguí­a un magro sustento. Su abuelo rogaba a Dios, nos dice Marí­a Rosa, que le diera vida para ver regresar a su nieto; cumpliéndose su deseo, ya que falleció a los ochenta y seis años, poco después del regreso de su querido nieto, en julio de 1924. En octubre de ese mismo año expone en la Galerí­a Witcomb, por invitación de sus directivos; exposición que produjo una conmoción en el público y además el ensañamiento de la prensa en general, que trató de ridiculizarlo con caricaturas alusivas a sus obras. Un grupo de sus "colegas" contemporáneos, en un estúpido intento de demolerlo, organizó una exposición de supuesto arte moderno en una importante galerí­a de la calle Florida, a la que invitaron a Pettoruti. A lo que se exhibió en esa oportunidad no le cabe otro calificativo que exabruptos de idiotas. Eran tales los mamarrachos con colgajos y embadurnamientos y residuos de toda clase pegoteados, que en lugar de producir hilaridad dieron lástima; y a pesar de que nadie los firmó se supo quiénes fueron sus autores. Pettoruti, respondiendo a la invitación totalmente desprevenido, envió en esa oportunidad dos obras, las que produjeron una notable impresión por su excelente calidad. De esa manera los supuestos burladores pasaron a la historia "escrachados" para siempre como verdaderos estúpidos. Conozco los nombres de algunos de los participantes de ese bochorno ?no los mencionaré porque considero que no vale la pena?. Ante esos recuerdos Pettoruti se sonreí­a piadosamente.
El tiempo, justo y severo juez, coronó su vida y su obra con el reconocimiento como el pintor argentino más grande de América, por el Premio Continental Americano de la Fundación Guggenheim, premio que se otorga a la mejor obra de todos los paí­ses americanos, incluidos los Estados Unidos. Lo que siempre nos llamó la atención, no sólo a mí­, sino también a amigos comunes: Julio Payro, Córdova Iturburu y otros, con quienes en más de una oportunidad comentábamos con qué dignidad y altura soportaba la adversidad e incomprensión con que el ambiente plástico, de chatura manifiesta juzgaba, no sin malignidad, las veces en que se exhibí­a alguna obra suya. A mí­ me consta que desde 1944, en que nos frecuentábamos bastante seguido, su inquietud era regresar a Parí­s. Eran momentos difí­ciles y su deseo se postergaba permanentemente. Por mi parte le programé una importante exposición (1948) en el Salón Peuser. (No obstante haberme retirado del mismo a fines de 1947, tení­a el compromiso con el Directorio de la firma de dejar programada la temporada 1948.)
A partir de ese año me dediqué a crear una nueva galerí­a de arte: Antú, en la que, juntamente con Julio Payró nos propusimos lograr una venta grande de sus obras para que pudiera viajar y sostenerse en Parí­s. El panorama económico habí­a empezado a mejorar; los coleccionistas, que no eran muchos, empezaban a invertir. Fue así­ que entre Payró y yo asesoramos a uno de ellos para que invirtiera en Pettoruti, y finalmente le compró veinte obras a pagar en cuotas. Con ese "trampolí­n" viaja y se instala en Parí­s.
Al poco tiempo empezó a tener, como era lógico, repercusión internacional. Como es de imaginar, no era sólo nuestra alegrí­a, sino también la del inversionista que veí­a de qué manera se agigantaban los precios de sus obras. No obstante su brillante éxito en Parí­s y en Europa, mantiene su preocupación por lo que pasaba en Buenos Aires con los "modernosos", auspiciados por Romero Brest en el Museo Nacional y posteriormente en el Instituto Di Tella. Le encantaba recibir las polémicas notas periodí­sticas, en las que yo daba mi opinión sin tapujos sobre las enormes falencias que tení­a la conducción cultural del paí­s respecto de las artes plásticas: los reglamentos de los salones Nacional y Provinciales, la conducción del Museo Nacional y el de La Plata, el nombramiento "a dedo" de jurados y comisarios de las muestras internacionales, por funcionarios de Relaciones Culturales de Relaciones Exteriores, por lo general nombrados por su participación polí­tica y no cultural e idónea en la materia y que jamás consultaron a las entidades, de añeja e indiscutida capacidad, que agrupan a los artistas plásticos. Sobre estos y otros temas mantuve durante años fluido diálogo y correspondencia con este grande, orgullo nacional e internacional de las artes plásticas argentinas, cuya trayectoria y bibliografí­a es tan extensa que me resultarí­a imposible resumirla para incluirla en esta nota.