Hay como veinte personas dentro de ese pequeño iglú, las mujeres a la izquierda, los varones a la derecha. Justo en frente de la pequeña entrada se sienta Francisco, el chamán. Empieza la ceremonia y entran los siete sabios. Son siete piedras volcánicas al rojo vivo que fueron calentadas en la fogata que ilumina la noche descampada. Con los cuernos de un cervatillo Francisco acomoda las piedras en el hueco central cavado en la tierra. Comenzó el temazcali, la ceremonia de sudación. El Gran Espíritu visitará ese lugar sagrado y escuchará las peticiones de las personas. Por más de cinco o seis horas, las veinte personas y el chamán habrán sudado y sudado, habrán hecho sus ruegos y unido sus almas. Cuatro puertas tiene el sagrado temazcali, cuatro veces entran los siete sabios. Hasta que llega el amanecer y las veinte personas renacen; salen del iglú como lo hace un bebé del vientre de su madre. Este recuerdo se disparó frente a la "Herramienta del chamán", una de las obras de Oscar Páez expuesta en la galería Van Eyck. El instrumento es un hueso, como el que pudo haber acomodado las piedras de un temazcali; y está encerrado en una caja que es más que eso, es casi un relicario. Hay más cajas, algunas parecen pequeños retablos, como los que todavía se veneran en los misachicos, las pequeñas procesiones que se practican en el noroeste de nuestro país. Cada una está custodiada por un sinnúmero de grafismos, algunos más discernibles que otros. Hay círculos, rayas paralelas, tridentes dobles, portales y serpientes; escaleras y cruces. Pero una figura se repite más que insistente: una especie desconocida de pájaro o algún hombre alado; quizá un murciélago de patas largas. El ave en vuelo ha sido desde siempre el símbolo del ascenso espiritual del hombre, de la aproximación a la esfera celeste. Y en verdad todas las obras de Páez están hablando de esto, del intento humano de religar lo que alguna vez estuvo unido, el hombre con aquello inconmensurable que lo contiene. Páez, nacido en Córdoba en 1953, eligió un camino vinculado con las tradiciones del continente americano, pero con la picardía de saber que es un camino recorrido por otras tantas culturas lejanas en el tiempo y en el espacio; para comprobarlo basta ver su Carta a Gilgamesh o sus referencias al Tíbet. Es reafirmar una vez más que un mismo sendero fue transitado por diferentes civilizaciones, como si las huellas de un héroe mesopotámico hubieran sido tapadas por un amauta inca. Esta idea de palimpsesto, de reescritura sobre un mismo soporte también esta presente en las obras del cordobés. El espectador se puede cautivar con los ideogramas, con las piedras amordazadas por tientos de cuero o por las maderas ligadas a huesos; pero sólo el espectador más atento puede descubrir los que subyacen debajo de la obra: desde un papel de encomienda, hasta una simpática guarda de figuras de Papá Noel. Todo le sirve a Paéz para elaborar sus obras, no importa qué. El artista transmuta los elementos para hacerlos renacer como algo nuevo, más limpio y más cercanos a la Verdad; hace lo mismo que el chamán con sus seguidores. |
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