2005. De la Tierra
 Sala Centro Cultural Nordeste, UNNE

De la tierra: un himno a la eternidad

Por J.M.Taverna Irigoyen

Miembro de Número de la Academia Nacional de Bellas Artes

Miembro de las Asociaciones Argentina e Internacional de Críticos de Arte

Premio Trabucco 1998, fundadora de Grabar, para el desarrollo y la difusión de la estampa, impulsora en el país y el exterior de nuevas técnicas, Beatriz Moreiro es uno de los nombres que noblemente contribuyen a cimentar el grabado argentino.

Su obra goza de una inconmovible condición: semióticamente, está nutrida por la naturaleza. No por las geografías asociables, sino por los secretos enlaces y las participaciones inaudibles que esa naturaleza genera en sus espacios. No es el tema lo que mueve y conmueve a sus morfologías, sino ese interjuego biológico que nutre los movimientos de otras progenies que están en la tierra y en el agua, en el aire y en los árboles. Moreiro las atrapa delicadamente, como una entomóloga prodigiosa, y les da otra vida visual y emocional, de contrastes intensos.

Así, en los últimos tres lustros, su obra gráfica se ha enriquecido con planteos que proyectan -en formidable gesto- el mundo de los insectos. Ya se ha dicho que su mirada no es la mera reproducción ni el simple artilugio descriptivo. Sus bichos-cestos, en notables series que eslabonan estructuras y desarrollos, recrean una virtualidad asociable de seres que ritman la armonía, el orden, la perfección per se, de ramitas envolviendo un cuerpo de seda. Los escarabajos constituyen un posterior mensaje vivencial de caparazones y febriles extremidades, que componen frisos y articulan tramas de cientos de coleópteros idénticos y diferentes, en su formación de ejércitos.

Hoy, Beatriz Moreiro desentraña de la tierra la vida visual de los tacurúes. Hormigas, laboriosas hormigas que levantan su hábitat en medio de los campos, como enormes torres de tierra amasada. Hormigas que laten dentro, subterráneamente, y que para la artista generan un discurso morfológico de fuertes connotaciones. Su grabado lo registra con particular despojamiento. Los montículos -siempre el blanco y negro de soporte y tintas- emergiendo con sutileza de una horizontalidad que marca al mundo. Y la tierra, la tierra amasada, horadada, penetrada por esos minúsculos alfareros que, entre contrastes de grises, levantan montañas que semejan edificios para que el hombre apoye su ojo. En series, agrupadas a la visión casi minimalista de sus partes, Moreiro reelabora semiológicamente los signos internos del tacurú, con verdaderas vedutas cuyas proporciones (uno a cuatro, uno a cinco) dan idea de vastedad, de universo, de leyes que seguirán cumpliéndose por encima de manifiestos ecologistas. En esos espacios dilatados, sus ácidos muerden la plancha y regeneran una cosmovisión de lo minúsculo, de lo secreto, de la vida que genera vida en sus eternos ciclos.

La propuesta de Beatriz Moreiro -fotos digitalizadas, cinco grandes cajas vidriadas con tierra seca, mojada, amasada con detritus y yuyos- configura un himno a esa naturaleza que engendra sus insomnios creadores. Un himno desde lo más simple y eterno: de la tierra que nos da alimento y cobijo. Y prueba (más allá de un oficio que domina y distribuye con celo) que desde el grabado se puede.