Fue Carl Gustav Jung (1875-1961) quien extendió este concepto a toda figura geométrica que contenga un centro. Según el pensador suizo las mandalas espontáneas surgen del inconsciente colectivo y pueden manifestarse tanto en sueños como en la imaginación activa. En ellos puede haber una infinidad de combinaciones de formas y colores, pero siempre ordenadas alrededor de un centro.
........................................................................................................................................
Las pinturas son armoniosas. Todas tienen un centro ordenador. A su alrededor nacen formas circulares y rectas. Algunas obras son dinámicas, parecen girar. Otras Optan por una organización más sosegada. Hay entramados y anillos concéntricos; triángulos que se multiplican en rombos y semicírculos que generan hachas de doble hoja. Alguno círculos parecen girar dentro de caminos anulares y el conjunto luce como un sistema planetario. Todas las figuras y los colores tienen un marco común, un cuadrado que los contiene.
Así es la última producción de Aida Kolodny. Estas pinturas son algo más que formas y colores dispuestos en armonía. La organización de los elementos remite a una forma sagrada: el mandala. La palabra deriva del sánscrito y significa "círculo o cerco sagrado". Son frecuentes en la India, el Tibet y la China, aunque se extienden por todas las culturas de todos los tiempos. Se utilizan para meditar, proteger hogares y en ceremonias de iniciación. Estos son mandalas ritualizados, es decir, tienen una forma que se repite y no se cambia porque se ha probado que es buena. Fue Carl Gustav Jung quien extendió este concepto a toda figura geométrica que contenga un centro. Según el psicoanalista suizo hay mandalas espontáneos que surgen del inconsciente colectivo y que pueden manifestarse tanto en sueños como en la imaginación activa. En ellos puede haber una infinidad de combinaciones de formas y colores, pero siempre ordenadas alrededor de un centro. Hay mandalas en las danzas sufi como en las rondas infantiles, en la cestería de muchos pueblos y en la orfebrería más refinada. También hay madalas en la naturaleza y el cosmos: en las corolas de las flores, en las telarañas; en la estructura de un átomo y en la de nuestro sistema solar. Esta forma es tan profunda y arcaica que se pierde en la memoria del hombre y en los orígenes del universo. Es una figura que no reconoce jerarquías, todos los mandalas son buenos. No importa que estén en el rosetón de una imponente catedral gótica o en el dibujo de un Kultrún (tambor sagrado) mapuche. Es una forma profunda que emerge en la historia revestida con diferentes apariencias. ¿Para qué sirve un mandala? Para re-centrar al individuo que ha perdido su horizonte. Perder el eje es fácil en una sociedad materialista que alienta valores ficticios. En la confusión general ya no se sabe qué es bueno y qué no. Sólo aquel que puede resguardarse del ruido externo y escuchar los sutiles murmullos del interior puede diferenciar la Verdad.
Existen varios tipos de mandalas; los hay espiralados, solares, cruciformes y laberínticos. Los que pinta Aida son -en su mayor parte- de totalidad. En casi todos ellos aparecen conjuntamente la figura del cuadrado y del círculo. El primero alude a la tierra y al mundo de la materia; el segundo a la esfera celeste y al reino del espíritu. Entre ambas dimensiones nos movemos nosotros, los seres humanos. Nos enseñan los libros sagrados que el hombre participa de ambos reinos y que es semejante a un árbol: para poder elevarse a las alturas es necesario tener fuertes raíces en la tierra. En los mandalas de totalidad se suman equilibradamente la materia y el espíritu.
Incursionar en los mandalas implica saltar por encima de una maraña de estremecimientos cotidianos, disminuir las ínfulas del ego y sortear la tentación del halago fácil. Dibujar y pintar mandalas implica un proceso de curación, si entendemos la salud como una fraterna convivencia del espíritu y la materia. Es un recurso del que disponemos y que pocas veces atendemos. El mandala sirve para quien lo pintó, pero también para quien lo contempla. Las vanguardias utópicas creían que un hombre rodeado de formas armónicas necesariamente se volvería armónico. ¿Será una nueva utopía pensar que los mandalas pueden equilibrar a su productor y al contemplador que se convertiría a la vez en un nuevo productor? Entonces habría una trama infinita en la que hombre, naturaleza y cosmos vibren en la misma frecuencia, ordenados por un gran Centro. Las obras de Aida son una contribución humilde y grandiosa a una armonía personal y social. Seguramente después de ver los mandalas de Aida ya no seremos lo mismo. Algo minúsculo y sutil habrá cambiado en nosotros.
Julio Sánchez