Notas Artistas

Anabela D’Alessandro
por Laura Feinsilber

La almohada es un elemento cotidiano presente en todas las manifestaciones artísticas desde la antigüedad. Por ejem¬plo, en el gótico, en las narraciones de nacimientos en piedra y en las famosas catedrales donde yacen reyes y obispos, la Virgen amamantando al Niño Jesús sobre cojines o la Venus de Urbino en el Renacimiento.
En el tenebrismo de Ribera, en el erotis¬mo de Fragonard o en las pinturas galan¬tes con exceso de ropajes, la lánguida fi¬gura en un contexto oriental de La Oda¬lisca con su Esclava de Ingres, por no dejar de mencionar a la goyesca Maja Desnuda o la Olimpia de Manet.
Dando un gran salto a la contempora¬neidad aparece en las blandas obras bordadas que ensalzan el kitsch o en los dramáticos contenidos conceptua¬les con la sigla HIV.
En la reciente exposición en Buenos Ai¬res del mejicano Francisco Toledo, éste ubica su fantasía erótico-zoológica en almohadas inspiradas en aquellas que se encuentran en el reverso de un autorretrato de Alberto Durero después de un sueño apocalíptico que el artista ale¬mán tuviera a los cincuenta y cuatro años. Para esta convocatoria elegí las almoha¬das de Anabela D'Alessandro, joven ar¬tista de formación escultórica, cuya obra vi por primera vez en una inquietante y provocativa muestra el año pasado.
Están realizadas en cera, material alquímico, maleable, que como señala la artista, pasa por distintos estados físicos en un territorio extraño entre la vida y la muerte, lo orgánico y lo inorgánico.
A diferencia de las obras del pasado en las que constituyen un elemento más de la narración, sentí que las había convertido en protagonistas de un hecho artístico que invita, entre otras lecturas, a la reflexión. Arrugadas, con los pliegues que dejan su marca al despertarnos, son depositarias de sueños, pesadillas, angustias, goces. En ellas y por varias horas, se pierde la noción tangible de nuestro cuerpo para llegar a ese otro ese mundo que la con¬ciencia alcanza.
En su obra, en la que el tiempo está anu¬lado, el cuerpo no está ausente. Sólo le basta representarlo por dos órganos vita¬les, el cerebro y el corazón, en un con¬traste matérico escalofriante: la piedra. En esta extraña conjunción de los mate¬riales, frío- caliente, maleabilidad-dure¬za, la separación en el espacio de dos órganos que jamás pueden separarse del espacio real, reside la intensidad de la idea que sustenta una obra en gestación. Como en Alicia en El País de las Maravi¬llas, el poder de la imaginación es infinito. El cerebro fundido en la almohada se une a lo simbólico, ella es el centro de medi¬tación, puedo hablarle, puede contener mis sueños.
Y en esta unidad total en la que el pensa¬miento pasa por la mente, los sufíes nos dicen que la paz la da el corazón que es el centro del ser.

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* “20x20”, Galería Praxis, 2001