Por Jorge Juanes, 2003
Dibujo un cuadrángulo de ángulos rectos, grande cuanto quiero, al que considero una ventana abierta por donde miro lo que aquí será pintado. Leon Battista Alberti
Los críticos y los curadores, los funcionarios de la cultura y los artistas alternativos han dictado sentencia: la pintura ha muerto. Pero al igual que los vampiros, la pintura resucita en la negra noche de la muerte. Lo que Santiago Carbonell propone es una lenta y meditada resurrección de la pintura absoluta. Frente al progreso fundado en el olvido, opta por la demora y la resurrección de la memoria: sus primeras obras descubren la presencia singular y sorprendente de las cosas cotidianas, tras ello, se abisma en el juego de la ilusión que suscita el trampantojo logrando efectos inverosímiles e inesperados. La aventura va a más: inspirado en el orden visual del barroco concentra su atención en la impresión óptico-lumínica, o sea, realiza una pintura retiniana y atmosférica, claroscurista y orgánicamente unitaria. Y hoy, en este momento, Santiago Carbonell busca complicidades en la Italia del Renacimiento, lo que pictóricamente significa abrir la ventana que comunica lo terrenal con lo trascendente: huecos en las sólidas paredes arquitectónicas que permiten prolongar la mirada a la línea del horizonte en que se cumple el encuentro secreto entre lo visible y lo invisible, lo tangible y lo inmaterial.
La pintura como preservación de lo ausente, como resguardo de la alteridad, como rescate de aquello que los intereses mundanos borran de la vista. Espacios forjados con rigor constructivo (arcos, columnas, aposentos severos), perspectivas huidizas, formas desvanecidas, unos personajes suspendidos en la intemporalidad y como trasfondo la naturaleza eternamente inconclusa. Donde había una mera tela en blanco emerge una nueva creación, algo que no existía, una realidad, pues, que enriquece la realidad circundante. Un espacio dentro del que algunos personajes miran al espectador o se ensimisman atendiendo el llamado del ojo interior, otros gritan o blasfeman. Las mujeres están siempre expectantes, mayestáticas, resguardadas en un silencio impenetrable donde no llega ningún rumor exterior, ningún ruido perturbador, ninguna voz chirriante. Definir con precisión las coordenadas maestras de sus composiciones pictóricas le permite a Carbonell (eso es lo que aprende en Italia) comunicar el espacio interior con el espacio exterior, diferentes luces y tonos, diferente tactilidad y gama de colores, la cercanía contrastando con la lejanía. Cabe advertir que si bien el armazón arquitectónico (matemático, numérico, geométrico) contribuye a la idealidad y al rigor de cada cuadro, no es a fin de cuentas lo que los fusiona. Y aquí es donde entran la inspiración y la sensibilidad, o sea, la luz, el color y la retina que, como se sabe, son vehículos de la intimidad y de los sentidos. Rostros, cuerpos, cosas, paños? son en función de la luz (lúcidos, transparentes, opacos, brillantes, oscuros) y del color (lo caliente, lo frío, lo templado). Hablamos de formas abiertas y de sensualismo refinado. Lo que se pierde en verosimilitud respecto a la realidad dada que sirve de punto de partida, se gana en fidelidad a la realidad pictórica. El receptáculo encantado está a la espera y los pobladores aceptan la acogida: Héroes, santos, donantes, mártires, milicianos, musas en estado de gracia, personajes aristocráticos o del pueblo llano? y el rostro insólito de mirada daliniana. Los cuadros de Carbonell están ahí, presentes por sí mismos, pero buscan un interlocutor en nosotros, los espectadores, sólo un instante, una sensación experimentada que desborda los límites del verbo, cero palabras; adentrémonos entonces al gabinete secreto e innombrable de la pintura.
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