Mariano Cornejo
Geometrías Imperfectas
25/10/2017 - 30/11/2017

Galería Palatina

Arroyo 831

Mariano Cornejo

Geometrías Imperfectas

a Ary Brizzi, maestro.

"En los ochenta, años de la escuela Pueyrredón, fui alumno y amigo de Ary Brizzi. Pasaba días en su taller observándolo trabajar y conversando. Me enseñó mucho más que pintura y entre tanto, la música de Dimitri Shostakovich. Me decía: “…sos bueno, pero no tenés temperamento geométrico”. No obstante, ya en Madrid, intentaba una geometría rigurosa y en el ochenta y seis llegaba a París con una carta suya recomendándome a Jesús Rafael Soto: en esos días lluviosos en su taller de la Rue Villehardoin, también conocía a otro grande de la geometría: Carlos Cruz Diez. La crisis de mi temperamento no geométrico se produjo poco después cuanto horadé con surcos unos grandes cuadros geométricos que abandoné en un altillo en Madrid y que por suerte un amigo, rescató. A partir de allí nunca abandonaría la textura y esa exploración llegaría hasta hoy. Pero también llega hasta hoy el no haber sacado nunca la mirada del arte geométrico: éste se ha ido colando más o menos visiblemente en toda mi carrera. Aunque más en lo orgánico, las construcciones en madera (muebles), los collages, “los territorios” etc. tienen en el fondo, geometrías.

En esa crisis, lo que estaba en juego era el precepto que sostenía Brizzi respecto de que debía “superarse la huella o la marca del artista”. Yo no estaba de acuerdo, pero no podía entonces discutirle esto y aunque una vez intentara una defensa de “la huella del artista”, ahí estaba su mirada azul hielo, su laconismo comprensivo y mi inexperiencia. Hoy tendría más armas para hacerlo y nada me gustaría más que seguir esas conversaciones. Le diría que, el problema no sería la abolición de la huella del artista sino el hecho de que, en tanto existiera la obra como hecho físico, habría huella, por muy perfecta que fuera la hechura de esa obra; que la fisicidad o materialidad de la obra ya es una huella en sí; que ese cuerpo físico se lo da el artista, necesariamente, a partir de la materialidad que elige, pues el “concepto” no puede andar por ahí como un fantasma: necesita un cuerpo físico.

Para mí, el hacer contacto con ese estadio de lo cristalino que subyace a la Naturaleza, sus contenidos en Arte, deben pasar por la napa del inconsciente con todo su barro elemental (muy poco geométrico por cierto). Así es cuando lo geométrico ordena e ilumina lo inconsciente; y la obra entonces, cargada con ese Kaos, no termina siendo un mero juego mental decorativo. Por eso me interesan los intentos geométricos primitivos y provisorios.

Es que no sólo me fui acercando a la geometría por las vanguardias del siglo XX sino por mis trabajos sobre arqueología y arte rupestre del NOA argentino: las llamadas “estructuras ortogonales” inkas, muchas de las cuales están en el Valle Calchaquí, los textiles andinos y los petroglifos, me han deslumbrado por sus juegos de correspondencias de ejes, comprobaciones que he venido publicando los últimos años.

La geometría aparece cuando lo apolíneo necesita hacerlo, en tanto contraposición y complemento de lo dionisíaco del espíritu humano. Pero hoy la pintura geométrica, aunque suele ser un terreno seguro o un Kosmos ordenado, es en la mayoría de los casos, inerte o maquinariamente replicable: juegos fríos y bien hechos pero intercambiables o transferibles de un autor a otro. Y esto es lo que no me interesa en general, del arte. Como no me interesan los meros juegos ópticos, las encubiertas progresiones matemáticas, ni aquellos cuadros a los que el ojo “les da la razón”, pero se olvidan de inmediato. No creo que la propia pintura geométrica deba ser en el fondo un teorema monolítico sino una pregunta abierta. Por eso admiro entre tantos, a Kandinsky, a Arden Quin, a María Martorell. Y desde hace algunos años me magnetiza la obra de Hugo de Marzziani donde encuentro no sólo el color exquisito, una profunda y rara organización de los elementos, sino también esa incomodidad elusiva siempre de lo previsible, lo que hace de cada obra una suerte de organismo experimental y vivo.

En cuanto al color, y siguiendo los poéticos intentos de Albers, tenía razón Ary Brizzi respecto de que solo en su aplicación sin huella, es decir perfectamente neto o plano , el color irradia “sobre y desde” el color vecino. Pero para mí esa cualidad óptica, atrapante -y a veces una trampa- es sólo una parte del asunto. Yo no concibo el color sin textura: el concepto “rojo” necesita del pétalo, del tomate, de la sangre, del paño, del metal que lo sostenga etc. No hay más azul que el cielo de la Puna y hasta ahí ese azul tiene un soporte: el aire adelgazado, el límite del espacio negro detrás o el brillo de la mica o de la sal flotantes. Tal vez en esto de percibir el color, he visto demasiadas piedras: ni mi formación ni mi alma son urbanos.

Para que estas geometrías fueran todo lo imperfectas que anticipaba el veredicto de Ary Brizzi, están hechas prácticamente a mano alzada y para peor con acuarelas; tal vez el material que más detecta la huella del artista y seguro, el menos apto para este terreno de lo geométrico. Pero creo también que el ojo o la vista es como un insecto que necesita donde aferrarse: si ha caído en una bañera perfectamente lisa intentará subir para volver a caer siempre. En ese sentido el intento impresionista o el divisionismo, con su textura visual, me es más afín que los modos usuales de aplicar el color (plano) en la pintura geométrica. Es que al aplicar por ejemplo, un color verde con un entramado de líneas o manchas, esa complejidad hará resonar la vibración de un bosque y entonces, el ojo, deja de actuar con un robótico registro del concepto verde: el ojo, como un insecto, se aferra a esa superficie, no se cae: la habita. O mejor: le pone el cuerpo porque el color le ofrece cuerpo.

Para que estas geometrías fueran todo lo imperfectas que anticipaba el veredicto de Ary Brizzi, están hechas prácticamente a mano alzada y para peor con acuarelas; tal vez el material que más detecta la huella del artista y seguro, el menos apto para este terreno de lo geométrico. Pero creo también que el ojo o la vista es como un insecto que necesita donde aferrarse: si ha caído en una bañera perfectamente lisa intentará subir para volver a caer siempre. En ese sentido el intento impresionista o el divisionismo, con su textura visual, me es más afín que los modos usuales de aplicar el color (plano) en la pintura geométrica. Es que al aplicar por ejemplo, un color verde con un entramado de líneas o manchas, esa complejidad hará resonar la vibración de un bosque y entonces, el ojo, deja de actuar con un robótico registro del concepto verde: el ojo, como un insecto, se aferra a esa superficie, no se cae: la habita. O mejor: le pone el cuerpo porque el color le ofrece cuerpo."

MARIANO CORNEJO Tiupampa Molinos Agosto 2017